Guillermo del Toro ha hecho, una vez más, lo que mejor sabe: mirar lo monstruoso con ternura.
Ayer vi Frankenstein. Amé.
Todo, sí, los colores, sí, la fotografía, sí, la música, sí, los laboratorios húmedos, la atmósfera en penumbra, los cuerpos frágiles iluminados por la culpa.
Amé cada pequeño detalle que dio forma a un universo fantástico, íntimo y maravillosamente gótico.
Pero amé, sobre todo, la hermosa capacidad del cineasta para recordarnos que lo horroroso no siempre está en lo visible, y que los verdaderos monstruos suelen caminar entre nosotros.
Y es que Del Toro no filma criaturas: filma almas heridas. Seres desamparados que estremecen al conocerles.
Cada escena parece una pintura melancólica.
La criatura de Frankenstein —hecha de pedazos ajenos, condenada a existir sin haberlo pedido— encarna todas las soledades que el mundo moderno ha preferido ocultar.
No es un villano, es un espejo roto donde se reflejan el rechazo, la obsesión por la perfección y el miedo a lo diferente.
Solo pinches Del Toro puede hacerme llorar en el horror. Porque vuelve a demostrar que el horror no está en los cadáveres reanimados, sino en la incapacidad humana de empatizar.
Víctor, el verdadero monstruo. Ese creador, cegado por su deseo de trascender; la criatura, en cambio, aprende la ternura desde la exclusión. Sus ojos que imploran amor en medio del rechazo, construyen una narrativa visual donde la monstruosidad se vuelve una forma de inocencia.
Del Toro logra que sientas compasión antes que miedo.
Frankenstein no es sólo una adaptación; es una confesión estética y ética.
En un mundo obsesionado con la pureza, el control y la apariencia, Del Toro nos obliga a mirar de frente nuestras propias deformidades emocionales.
Porque en el universo de Guillermo del Toro a las criaturas deformes se les ama y a los monstruos se les pone nombre y apellido.

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