jueves, 18 de marzo de 2021

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Alberto Moravia
EL OFICIO DE GUIONISTA

Quiero decir algo sobre el oficio de guionista, si no por otra cosa, por lo menos para que se entienda bien el sentimiento que experimentaba en aquel tiempo. Como es sabido, el guionista es aquel que escribe —casi siempre en colaboración con otro guionista y con el director— el guión, o sea, el cañamazo del cual se extraerá luego la película. En el guión, uno por uno, según los desarrollos de la acción, se indican minuciosamente los gestos y las palabras de los actores y los distintos movimientos del tomavistas. El guión es, pues, al mismo tiempo, drama, mímica, técnica cinematográfica, puesta en escena y dirección. Ahora bien, aunque la parte del guionista en la película sea de primordial importancia y venga inmediatamente después de la del director, por razones inherentes al desarrollo seguido hasta ahora por el arte del cine, queda siempre irremediablemente subordinada y oscura. En efecto, si juzgamos las artes desde el punto de vista de la expresión directa —y no se ve en realidad de qué otra forma podrían juzgarse—, el guionista es un artista que, aun dando a la película lo mejor de sí, no tiene ni siquiera el consuelo de saber que se ha expresado a sí mismo. Así, con todo su trabajo creador, sólo puede ser un proveedor de hallazgos, de invenciones, de sutilidades técnicas, psicológicas, literarias. Corresponde, pues, al director utilizar esta materia según su genio y, a fin de cuentas, expresarse. Por tanto, el guionista es el hombre que permanece siempre en la sombra; que da lo mejor de sí mismo para el éxito de los demás, y que, aunque la fortuna de la película dependa de él en dos terceras partes, no verá jamás su nombre en los carteles publicitarios, en los que, por el contrario, están indicados los del director, actores y productor. Desde luego, puede —como ocurre a menudo— alcanzar las más altas cumbres en este oficio subalterno, e incluso ser muy bien pagado. Pero jamás podrá decir: «Esta película la he hecho yo…, en esta película me he expresado…, esta película soy yo». Esto puede decirlo solamente el director, que, en efecto, es el único que firma la película.
    Por el contrario, el guionista debe contentarse con trabajar por el dinero que recibe, el cual lo quiera o no, acaba por convertirse en el verdadero y único objeto de su trabajo. De esta forma, al guionista lo único que le queda es gozar de la vida, si es capaz de ello, con ese dinero que es el único resultado de su trabajo, pasando de un guión a otro, de una comedia a un drama, de una película de aventuras a otra sentimental, sin interrupción, sin pausas, algo así como las institutrices, que pasan de un niño a otro y no tienen tiempo de cogerle cariño a uno, cuando han de dejarlo y volver a empezar con otro, y, al final, el fruto de sus esfuerzos va a parar íntegramente a la madre que es la única que tiene derecho a llamar hijo suyo al niño.
    Pero además de estos inconvenientes, llamémoslos así, fundamentales e inalterables, el oficio de guionista tiene otros que no resultan menos enojosos por el hecho de variar según la calidad y el género de la película, así como el carácter de los colaboradores. Al contrario del director, que goza frente al productor de gran autonomía y libertad, el guionista sólo puede aceptar o rechazar el guión que se propone. Pero una vez aceptado el guión, no puede en modo alguno escoger a sus colaboradores. Él es el elegido, no el que elige. De esta forma, según las simpatías, la conveniencia o el capricho del productor o, simplemente, el caso, el guionista se ve obligado a trabajar con personas que le son antipáticas, que son inferiores a él en cultura y educación, que lo irritan con tratos de carácter y maneras que no son de su gusto.
    Ahora bien, trabajar juntos en un guión no es como hacerlo, por ejemplo, en una oficina o en una fábrica, donde cada uno tiene su trabajo que hacer, independientemente del de su vecino, y donde las relaciones pueden ser reducidas a muy poca cosa, si no quedan abolidas por completo. Trabajar juntos en un guión quiere decir vivir juntos, desde la mañana a la noche, desposando y fundiendo la propia inteligencia, la propia sensibilidad y el propio ánimo con los de los otros colaboradores. Quiere decir, en suma, crear, durante los dos o tres meses que tarda en confeccionarse el guión, una ficticia y artificiosa intimidad, que tiene como único objeto la hechura de la película y, por tanto, en última instancia, como ya he dicho, el dinero. Además, esta intimidad es de la peor especie, o sea, la más agotadora, enervante y enojosa que imaginarse pueda, porque está fundada no sobre un trabajo silencioso —como puede ser el de científicos que se dedicasen juntos a cualquier experimento—, sino sobre la palabra. El director suele reunir a sus colaboradores ya desde las primeras horas de la mañana, pues así lo exige la brevedad del tiempo concedido a la confección del libreto; y desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, los guionistas no hacen más que hablar, casi siempre de cuestiones relacionadas con el trabajo, aunque a menudo, por volubilidad o cansancio, divagan juntos sobre los temas más dispares. Quién explica anécdotas licenciosas; quién expone sus ideas políticas: quién analiza psicológicamente a este o aquel conocido común; quién habla de actores o de actrices; quién, finalmente, se desahoga exponiendo su propio caso personal.
    Entretanto, en la sala en que se desarrolla el trabajo, la atmósfera se llena del humo de los cigarrillos, las tazas de café se amontonan sobre las mesas junto a las hojas del guión, y los guionistas que habían entrado por la mañana limpios, peinados y compuestos, se encuentran por la tarde desaliñados, en mangas de camisa, sudorosos y despeinados, peor que si hubiesen tenido que forzar a una mujer frígida y reacia. Y, en realidad, la forma mecánica y rutinaria en que se va confeccionando el guión, se asemeja notablemente a una especie de estupro del ingenio, originado más bien por la voluntad y el interés, que por cualquier clase de inspiración o simpatía. Naturalmente, puede ocurrir también que la película sea de calidad superior; que el director y sus colaboradores estén ya previamente unidos por una mutua estima y amistad y que, en suma, el trabajo se desarrolle en esas condiciones ideales que pueden darse en cualquier actividad humana, por muy ingrata que sea. Pero estas coincidencias son tan raras, como raras son las buenas películas.

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Los guiones se parecen algo a los viejos tiros de caballos de cuatro en que había animales más fuertes o más voluntariosos que tiraban en realidad, mientras que los otros fingían tirar, cuando en realidad se dejaban arrastrar por sus compañeros.

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