martes, 9 de marzo de 2021

Fernando Iwasaki / El riesgo para la civilización de no tener hijos

 

Jean-Baptiste Greuze, A Girl with a Dead Canary, 1765


El riesgo para la civilización de no tener hijos

La baja natalidad tiene más posibilidades de acabar con la civilización que cualquier peste, mutación o meteorito.

24 de agosto de 2019

LAS FICCIONES DISTÓPICAS se han entronizado en el imaginario universal con más fuerza que en el siglo XX, cuando los regímenes totalitarios, las guerras mundiales y los genocidios engendraron ficciones donde el poder y las estructuras estatales perpetraban toda clase de atropellos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte se ha producido una banalización de las distopías, anegando así de zombis, epidemias, mutantes y asteroides las series, los cómics, las películas y las novelas. Con todo, mientras los escenarios posapocalípticos se convierten en otra expresión de lo espectacular, el primer mundo se despuebla y la esterilidad tiene más posibilidades de acabar con la civilización que cualquier peste, mutación o meteorito.

En realidad, asociar la felicidad a la pareja, los hijos y la formación de familias resulta cada vez más peregrino en las sociedades desarrolladas, donde el filósofo Peter Sloterdijk ya había advertido en 1994: “El último hombre en el individualismo de la era industrial ya no es el amigable positivista que ha inventado la felicidad, con sus pequeños placeres para el día y la noche. El último hombre es, más bien, el hombre sin retorno. Este se construye en un mundo en el que ya no se reconoce primado alguno a la reproducción” (En el mismo barco). Sin embargo, un cuarto de siglo más tarde la vieja estampita de la felicidad continúa imprimiéndose, y así la aparición de estudios como Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (2018), de Brigitte Vasallo; Mujeres que ya no sufren por amor (2018), de Coral Herrera; The Palgrave Handbook of Male Psychology and Mental Health (2019), de John Berry, o Happy Ever AfterEscaping the Myth of the Perfect Life (2019), de Paul Dolan, son recibidos con uñas porque disuelven todo lo que era sólido.

Los libros citados corroboran las intuiciones de Sloterdijk, pues demuestran que la sexualidad sin apego, la opción de vivir sin descendencia y el envejecimiento exonerado de vínculos familiares son un hecho en Europa. La andropausia ya es frecuente en varones de 30 años, los índices de natalidad se desploman y el número de personas que viven solas a partir de los 50 años crece. ¿Las cosas cambiarían si hubiera más empleo de calidad, buenos salarios y pensiones aseguradas? No, porque la felicidad y el bienestar ya no suponen los hijos, ni parejas duraderas, ni familias ampliadas. En realidad, según el Eurostat, en menos de 20 años el número de parejas sin hijos triplicará al de las parejas con hijos.

Algunas ficciones se atreven a proponer situaciones que dialogan con estos nuevos problemas, tales como Mañana tendremos otros nombres (Alfaguara), de Patricio Pron, o El cuento de la criada (HBO), pero fuera de la ficción ya existen equipos de investigación que trabajan con las patologías de las personas que han envejecido sin hijos u organizaciones dedicadas a atender a las personas mayores que decidieron no tener descendencia. Las distopías de Huxley, Orwell y Bradbury precisaban de dictaduras para ser verosímiles, pero el fin del Estado del bienestar lo ha propiciado la propia socialdemocracia, tal como sentenció Sloterdijk: “Para la construcción de la sociedad, la tercera ola necesita individuos, los cuales, a su vez, cada vez necesitan menos de la sociedad. El socialismo se ha hecho realidad en forma de asocialismo”.


EL PAÍS


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