miércoles, 17 de marzo de 2021

Casa de citas / Alberto Moravia / El retrato de Emilia

Alberto Moravia
EL RETRATO DE EMILIA

 Y mientras, absorto en estos pensamientos, contemplaba la estancia, Emilia iba y venía para llevar a la sala de estar, después de la almohada, dos sábanas dobladas, que sacó del armario, una colcha y una bata. Aún estábamos a principios de octubre, la temperatura era agradable todavía, y ella daba vueltas por la casa con un camisón de gasa transparente. Aún no he descrito a Emilia, pero ahora voy a hacerlo, si no por otra cosa, por lo menos para explicar mis sentimientos de aquella noche.

    Emilia no era muy alta, pero para mí, a causa del amor que sentía por ella, era más alta y, sobre todo, más majestuosa que todas las mujeres que había conocido. No sabía decir si tal majestad era realmente propia de ella o si, por el contrario, se la atribuían mis embelesadas miradas. Sólo recuerdo que la noche de bodas, cuando se quitó los zapatos de tacón alto y me acerqué a ella en medio del dormitorio, la abracé y quedé oscuramente extrañado al comprobar que su frente apenas me llegaba a la altura del pecho y que mis hombros la rebasaban ampliamente. Pero más tarde, cuando estaba a mi lado, tendida sobre la colcha, tuve una nueva sorpresa: su cuerpo desnudo se me apareció grande, amplio, potente aunque supiera que, en realidad, no era en modo alguno gruesa. Tenía los más bellos hombros, los más bellos brazos, el cuello más bonito que haya visto jamás: redondos, llenos, de dibujo elegante y de movimientos lánguidos. Su cara era morena, de nariz pronunciada y de forma severa; la boca, carnosa, fresca, riente, con dos hileras de dientes de una blancura luminosa, siempre humedecida y brillante por la saliva; los ojos, muy grandes, de un bello color castaño dorado, de expresión sensual y, a veces, en los momentos de abandono, extrañamente descompuestos y extraviados.
    Como ya he dicho, no era verdaderamente hermosa. Sin embargo, a mí me lo parecía, no sé por qué motivo: tal vez por la flexible ligereza de su cintura, que hacía resaltar las formas de las caderas y del pecho; tal vez por su porte erecto y lleno de dignidad; tal vez por la arrogancia y fuerza juvenil de sus piernas largas, rectas y bien plantadas. En resumen, tenía ese aire de gracia y de majestad plácida que sólo puede dar la Naturaleza y que, por lo mismo, parece mucho más misteriosa e indefinible.
    Ahora bien, aquella noche, mientras ella iba y venía de la sala de estar al dormitorio, y yo la seguía con la mirada, no sabiendo qué decir, disgustado y embarazado a la vez, mis miradas pasaron de su rostro sereno a su cuerpo, que, a través del sutil velo de la camisa, aparecía en ocasiones con colores y contornos velados e interrumpidos. Y de pronto, la sospecha de que ya no me amase asaltó de nuevo mi mente de una manera repentina y obsesiva, como una sensación de imposibilidad de contacto y de comunión entre mi cuerpo y el suyo. Era una sensación que nunca había experimentado hasta entonces, y por un momento quedé aturdido e incrédulo a la vez. El amor es, sin duda, y sobre todo, sentimiento. Pero también, de un modo inefable y casi espiritual, comunión de los cuerpos: Precisamente aquella comunión de la que había gozado hasta entonces casi sin advertirlo, como de una cosa obvia y natural. Ahora bien, me daba cuenta de que aquella comunión podía haber dejado de existir, es más, no existía ya, como si mis ojos se hubiesen abierto, finalmente, ante un hecho claro y, sin embargo, invisible hasta aquel momento. Y yo, como quien advierte de pronto que está suspendido sobre un abismo, sentía, una especie de dolorosas náuseas ante el pensamiento de que nuestra intimidad, sin razón alguna, se hubiese convertido en extrañamiento, ausencia, separación.
    Me detuve a considerar este sentimiento desconcertante mientras Emilia, que se había metido en el cuarto de baño, se lavaba, como pude deducir por el ruido del agua que corría de los grifos. Experimentaba una aguda sensación de impotencia y, al mismo tiempo, un violento deseo de superarlo lo más pronto posible. Hasta entonces había amado a Emilia sin dificultades ni preocupaciones; y mi amor se había manifestado Siempre admirablemente, en un impulso irreflexivo, impetuoso, inspirado, que hasta entonces me había parecido que brotaba de mí. Y ahora, por primera vez, me daba cuenta de que este impulso dependía y se alimentaba de un impulso semejante por parte de Emilia, y temía, al verla tan cambiada, no ser ya capaz de amarla con la antigua facilidad, espontaneidad y naturalidad. En suma, temía que aquella admirable comunión, de la que sólo ahora me daba cuenta, fuese sustituida, por mi parte, por un acto de fría imposición, y, por parte de ella… Ignoraba cuál podría ser su actitud, pero intuía que si, por mi parte, como he dicho, llegara a una imposición, por su parte sólo podría darse una pasividad impartícipe, si no peor…
    En aquel momento, Emilia pasaba por mi lado, en una de sus idas y venidas por la estancia. Me puse de pie con un impulso casi involuntario y la aferré por un brazo, diciendo:
    —Ven aquí. Quiero hablarte.
    Ella reaccionó instantáneamente tirándose hacia atrás, pero en seguida cedió y fue a sentarse también en la cama, aunque a cierta distancia de mí:
    —¿Hablar? ¿De qué quieres hablarme?
    No sé por qué, pero de pronto sentí mi garganta atenazada por una repentina ansiedad. O tal vez era timidez, sentimiento ausente hasta entonces de nuestras relaciones y que, más que otra cosa, me parecía confirmar el cambio que habían experimentado. Dije:
    —Sí. Quiero hablarte. Tengo la impresión de que entre nosotros ha cambiado algo.
    Me lanzó una rápida mirada al sesgo y respondió con decisión:
    —No te entiendo. ¿Qué es lo que ha cambiado? No ha cambiado nada.
    —Yo no he cambiado, pero tú sí.
    —No he cambiado en modo alguno. Sigo siendo la misma.
    —Antes me querías más. Lamentabas que te dejara sola cuando tenía que salir. Además, no te molestaba dormir conmigo, sino todo lo contrario.
    —¡Ah, es por eso! —exclamó ella; pero noté que su tono no era tan seguro. Sabía que pensarías algo por el estilo. Pero ¿por qué no dejas de atormentarme de ese modo? No quiero dormir contigo, solamente porque quiero dormir, y a tu lado no puedo hacerlo. Eso es todo.
    Ahora sentía, de una manera extraña, que los argumentos y el mal humor se fundían rápidamente y se disolvían en la nada, como la cera ante el fuego. Ella estaba a mi lado, con aquella oscura y ajada camisa de dormir que parecía dejar transparentar sólo los colores y las formas más íntimas y secretas de su cuerpo. Y yo la deseaba, y me parecía extraño que no se diese cuenta de ello, que no callase y no me abrazase como había ocurrido en el pasado al simple encuentro de nuestras miradas turbadas. Por otra parte, este deseo me hacía esperar no sólo volver a encontrar el impulso de otro tiempo hacia ella, sino también suscitar en Emilia un impulso semejante hacia mí. Dije con voz muy baja:
    —Si no ha cambiado nada, pruébamelo.
    —Te lo estoy probando todos los días y a todas horas.
    —No; ahora.
    Y al decir esto, me incliné, y la aferré por los cabellos casi con violencia, tratando de besarla. Ella se dejó atraer dócilmente, pero en el último momento evitó el beso con un ligero movimiento de la cabeza, por lo que mis labios fueron a parar a su cuello.
    —¿No quieres que te bese?
    —No es eso —murmuró ella arreglándose los cabellos con su obstinada indolencia—. Si sólo fuese un beso, te lo daría de buena gana. Pero luego sigues…, y ya es tarde.
    Me sentí ofendido por aquellas palabras juiciosas y llenas de indiferencia.
    —Nunca es tarde para estas cosas. Entretanto, traté de besarla de nuevo, atrayéndola hacia mí por un brazo. Ella emitió un grito:
    —¡Ay, que me haces daño!
    En realidad, apenas la había tocado, y recordaba que, en el tiempo de nuestro amor, la apretaba a veces con fuerza entre mis brazos, sin arrancarle ni siquiera un suspiro. Exclamé irritado:
    —¡Antes no te hacía daño!
    —Tienes las manos de hierro —respondió ella— y no te das cuenta. De seguro que me habrás dejado una señal.
    Y dijo aquello con indolencia, pero, según pude advertir, sin coquetería alguna.
    —Pero, veamos —insistí bruscamente—, ¿quieres o no darme un beso?
    —Claro que sí; aquí lo tienes —se inclinó y, maternalmente, me dio un ligero beso en la frente. Y ahora déjame que me vaya a la cama. Es tarde…
    Yo no quería aquello. Y la aferré de nuevo con ambas manos bajo la cintura, allí donde el busto se insertaba en la amplitud de las caderas.
    —Emilia —dije inclinándome hacia ella, que se tiraba para atrás—, ése no es el beso que yo quiero de ti.
    Ella me rechazó, diciendo una vez más, ahora en tono francamente desairado:
    —¡Déjame, que me haces daño!
    —¡No es verdad, no puede ser verdad! —murmuré apretando los dientes y arrojándome sobre ella.
    Esta vez, ella se desasió de mí con dos o tres gestos enérgicos y simples, se puso de pie y, como decidiéndose de pronto, dijo sin pudor alguno:
    —Si quieres que hagamos el amor, hagámoslo de una vez, pero no me hagas daño. No puedo sufrir el sentirme estrechada de este modo.
    Quedé sin aliento. Aquella voz, su tono era realmente frío —no pude por menos de pensar—, práctico, sin participación sentimental alguna. Por un momento permanecí quieto, sentado en la cama, con las manos cogidas y la cabeza baja. Luego me llegó de nuevo su voz:
    —Bueno, ¿quieres que lo hagamos o no?
    Dije sin levantar la cabeza:
    —Sí, quiero —en voz baja.
    No era cierto, no la deseaba ya, pero quería sufrir hasta el fin aquella nueva y extraña sensación de alienamiento. Oí que ella me decía:
    —Muy bien —y luego la oí andar en torno a la cama, a mis espaldas. Sólo tenía que quitarse la camisa (pensé), y me acordé de que antes había contemplado este simple acto con ojos encandilados, como el ladrón del cuento cuando, una vez pronunciada la palabra mágica, ve abrirse lentamente la puerta de la cueva, que le revela el esplendor de maravillosos tesoros. Pero esta vez no quise mirar, porque comprendí que la habría contemplado con ojos distintos, no ya infantiles y puros, aunque anhelantes, sino crueles e indignos de ella y de mí, a causa de su indiferencia. Permanecí en la misma posición en que me encontraba, con la cabeza inclinada y las manos en las rodillas. Poco después noté que los muelles del colchón se hundían lentamente, pues ella subía a la cama y se tumbaba sobre la colcha. Oí luego algún ruido más, como el del que se acomoda, y luego dijo ella, siempre con aquella horrible voz nueva:
    —Ven. ¿Qué esperas?
    No me volví ni me moví. Pero me pregunté de pronto si siempre habían sido así nuestras relaciones. Sí —me contesté en seguida—, siempre habían sido poco más o menos así. Ella siempre se había desnudado y se había tendido en la cama. ¿Cómo habría podido ser de otra forma? Pero, al mismo tiempo, todo había sido distinto, Jamás antes había mostrado aquella docilidad mecánica, fría, impartícipe, que se traslucía en el tono de su voz e incluso de los crujidos del muelle de la cama y de la ropa al ser comprimida. Antes, todo se desarrollaba como en una nube de rapidez inspirada, de inconsciencia embriagada, de complicidad arrebatada. Ocurre a veces, cuando la mente se halla distraída por cualquier pensamiento profundo, que se deja un objeto cualquiera, un libro, un cepillo, un zapato, no se sabe dónde, y luego, una vez ha cesado la distracción, se busca en vano durante horas y, al fin, se encuentra en los sitios más singulares, casi inconcebibles, tanto, que a veces se requiere un esfuerzo físico para llegar a ellos. Así me había ocurrido a mí con el amor hasta entonces.
    Todo se había desarrollado siempre en una veloz, embriagada y encantada distracción, y siempre me había encontrado entre los brazos de Emilia casi sin poder recordar cómo había ocurrido y qué había hecho entre el momento en que nos habíamos sentado el uno frente al otro, tranquilos y sin deseos, y el instante en que nos encontrábamos apretados en el abrazo final. Ahora faltaba por completo esta distracción en ella y, por tanto, también en mí. Ahora habría podido observar con ojo frío, aunque excitado, sus gestos, de la misma forma que ella, sin duda, habría podido, a su vez, observar los míos. De pronto, la sensación que se delineaba cada vez más clara en mi ánimo, rabioso y disgustado, adoptó el carácter de una imagen precisa: ya no me encontraba frente a la mujer que amaba y que me amaba, sino más bien frente a una prostituta algo impaciente e inexperta, que se aprestaba a someterse pasivamente a mi posesión y que sólo esperaba que fuese breve y la cansara poco. Por un momento tuve ante mis ojos esta imagen como una aparición, y luego sentí que —por así decirlo— desaparecía de mi vida para dar la vuelta, quedar a mis espaldas y formar un todo con Emilia, tumbada detrás de mí en la cama. En el mismo instante, me puse de pie, siempre sin volverme, y dije:
    —No importa. Ya no tengo ganas… Me iré a dormir a la sala de estar. Tú quédate aquí —y, de puntillas, me dirigí hacia la puerta de la sala.
    El sofá-cama estaba preparado, con el embozo de las sábanas abierto y la camisa de Emilia extendida sobre la colcha, con las mangas separadas. Cogí la camisa, las zapatillas —que había dejado en el suelo— y la bata —que había dispuesto en el respaldo de una butaca—, volví a la habitación y dejé todo en una silla. Pero esta vez no pude por menos de levantar los ojos y mirarla. Estaba aún en la misma posición que había adoptado cuando se tumbó y me dijo: «Vamos, ven»: completamente desnuda, con un brazo bajo la nuca, la cara vuelta hacia mí, los ojos bien abiertos, pero indiferentes y como sin mirada, y el otro brazo tendido a través de su cuerpo fino, para cubrir el pubis con la mano. Pensé que aquella vez no era ya la prostituta, sino la imagen de un espejismo, circuida por un aire de imposibilidad y de nostalgia, remota, como si no hubiese estado a pocos pasos de mí, sino en alguna remotísima región, fuera de la realidad y de mis sentimientos.


Alberto Moravia / El desprecio IV





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