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Jane Goodall |
Escuché la noticia como quien recibe un silencio: Jane Goodall ha partido a los 91 años.
Ella no fue solo una científica. Fue una voz que aprendió a conversar con los chimpancés, pero también con los árboles, con la tierra, con la esperanza humana. Empezó en Gombe, Tanzania, en 1960, sin teoría rígida, sin temor al qué dirán; con curiosidad, paciencia y reverencia.
Recuerdo que leí una entrevista donde decía que muchas veces, en su infancia, se escapaba al campo para observar aves o coleccionar insectos. Su madre la apoyaba, aunque muchos la escuchaban y le decían que esos sueños no eran para ella. Pero ella aprendió algo profundo: no importa cuántas veces te digan “no puedes”. Lo que importa es si tú escuchas otra voz más fuerte: la voz interior que te llama a hacer lo posible por lo que amas.
Cuando alguien le preguntaba por qué dedicarse a los chimpancés, contestaba que no eran distintos; que sentían, tenían relaciones, tenían personalidad. Que ese puente entre ellos y nosotros revelaba nuestra propia responsabilidad: cuidarlos, respetarlos, no someterlos. Esa enseñanza cambió para siempre cómo muchos veíamos a la naturaleza.
Fue fundadora del Instituto Jane Goodall y del programa Roots & Shoots (Raíces y Brotes), que motiva a jóvenes en más de 25 países a cuidar el medio ambiente, a conectar con la comunidad, a actuar con compasión.
Pero detrás de sus logros había también pérdidas: amigos, paisajes, dolor, soledad. En el medio de todo eso, mantuvo la firmeza de quien mira la vida con ojos de niño: curioso, paciente, esperanzado. Le enseñó al mundo que no hay ciencia sin corazón, que no hay protección sin empatía.
El día que falleció, ella estaba en gira de conferencias en California. Murió de causas naturales.
Pero su voz sigue viva. Sus palabras siguen caminando entre niños que ya no aceptan ver animales como objetos. Entre jóvenes que plantan árboles, entre comunidades que defienden su bosque. Entre quienes entienden que todo lo que le hacemos al mundo, al final, nos lo hacemos a nosotros mismos.
Para ella, la naturaleza no era escenario, era hogar. Y ella nos abrió la puerta para que entremos, no como invasores, sino como huéspedes humildes.
Así que hoy no solo lloramos su partida. También agradecemos que haya existido. Que haya enseñado a ser guardianes de lo frágil. Que haya creído, hasta el último aliento, que cada acción importa.
Jane Goodall es polvo entre estrellas, pero su luz sigue guiando a quienes escuchan a los árboles.
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