miércoles, 9 de febrero de 2022

Triunfo Arciniegas / Diario / Adiós, Cata

 

Triunfo y Cata


Triunfo Arciniegas
ADIÓS, CATA
9 de febrero de 2022

He tratado de escribir unas palabras de despedida pero no he podido. Tengo el dolor, como un animalito encima de la mano, pero no encuentro la forma.

Es preciso desembolatar el tormento. Escribirlo, pintarlo, bailarlo. O arrojarlo como una bola de fuego en la mesa de un bar. O gritarlo en la calle como un borracho aunque no haya puertas ni ventanas abiertas. Herida que no cierra se encona, envenena y mata.

He tratado de contar nuestra historia y todas las páginas se han ido a la basura. Fue amor a primera vista. Esta era la primera frase. Durante días pensé que esta primera frase me garantizaba el texto. La vi acomodada en el sofá de la sala de una casa ajena, en Cuatrovientos, y caí rendido.

Qué animal más bello.

Compré la casa y me quedé con la gata. El cuento no es tan simple. La gata se fue con el trasteo y se les escapó. Apareció dos meses después al fondo del solar. Nos miramos sorprendidos y desapareció de inmediato. Le dejé comida y volvió cuando no había nadie. Día tras día fui acercando el plato mientras se acostumbraba a mi presencia, hasta que llegamos a la cocina. Cuando por fin entró a la casa, salté regocijado.

Hice como si no estuviera, dejando que recuperara su espacio. Los gatos son profundamente territoriales. Son los dueños. Uno apenas es el pinche inquilino. Las puertas permanecieron abiertas. Jamás pretendí encerrarla. Algunas veces despertaba y la veía espiarme, sin atreverse a entrar al dormitorio. Creo que se necesitaron dos meses más para que saltara a la cama.

Vinieron a preguntarla. "A veces viene", mentí. "Se volvió una salvaje." Llegaron de sorpresa alguna vez, pero Cata no se dejó atrapar. Al fin se cansaron, se resignaron.

Al principio la dejaba sola cuando regresaba a Pamplona y René se encargaba de llevarle comida. Luego decidí viajar con ella, sobre todo porque los gatos del vecindario le robaban la comida y porque no soportaba su cantaleta de protesta por los abandonos, y así estuvimos, para arriba y para abajo, ella en el huacal y yo frente al volante, hasta que llegó Mío, hijo de una gata que René y la Negra recogieron de la calle. Y así resultamos los tres. Los tres en la camioneta y, como dicen en México, pelo suelto y carretera. Y ahora Mío y yo extrañamos a Cata por igual. Mío, que había sido tan independiente, ahora no se me despega.

Me asombran y me reconfortan los mensajes de la gente. Uno cree que le cayó la desgracia y lo cierto es que nos pasa a todos. Nos encariñamos con los animales y después no están. Su vida es incluso más corta que la nuestra.

Todavía me domina la incredulidad. Pienso que Cata va a aparecer de un momento a otro, hambrienta y ruidosa, y entonces tendré que disculparme con toda esa gente tan generosa que me escribió para acompañarme en la pena.

Pero no. Debo acostumbrarse a que el breve paso de Cata por esta tierra de nadie ha terminado. Queda su memoria. Las numerosas fotos que le hice.

La vida no es justa. Es salvaje, despiadada, nos trata como se le da la gana. Una criatura tan bella, tan amorosa, no merecía terminar así, despedazada por los perros en la calle.

Al principio, cuando Cata desapareció y aún no había recibido el siniestro video de su muerte, pensé en los secuestrados y la terrible incertidumbre de las familias. ¿Habrá comido? ¿Cómo pasará la noche? ¿Que dolores lastimarán su cuerpo y su alma? Mi situación resulta ridícula ante diez o más años de cautiverio. Porque no sólo han encerrado al secuestrado sino a toda la familia. Diez o más años en un corral en plena selva no tienen perdón. Algunos nunca volvieron a casa.

Luego pensé en los secuestradores y los crímenes que quedan impunes. Unos pasaron al Congreso, sin un día de cárcel, y desde entonces disfrutan de más de treinta millones de pesos mensuales y de las riquezas que acumularon durante el tiempo de la infamia, mientras sus víctimas murieron o se arruinaron o todavía despiertan en medio de la noche con un alarido porque sienten que siguen encadenados en la selva.

Y así es la vida, una cosa feroz.

Alguna vez leí sobre un hombre que estaba emocionado porque la guerrilla le había dicho por fin dónde estaban enterrados los huesos de un familiar secuestrado. La incertidumbre había terminado.

Así es la vida, en una casa intentan cerrar un duelo, y en otra los asesinos festejan.

Dolor y rabia anidan en mi corazón.

La verdad, estamos tan solos. Nos inventamos juegos y espejos, nos ilusionamos con el amor, pero luego todo acaba. Llega la oscuridad y encendemos unas luces que el viento, a través de las rendijas, se empeña en apagar.

Adiós, Cata, mi cielo.

Adiós, mi amor.



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