Borges y Estela Canto |
Jorge
Luis Borges
EL
JOVEN VIRGEN
Borges se pone en manos de un doctor para curar su
impotencia sexual aparente. Perverso relato de Estela Canto, una de
las más famosas novias del escritor.
El doctor Cohen-Miller me dijo lo
siguiente:
Borges distaba mucho de ser impotente, pero en el
plano físico era víctima de una exagerada sensibilidad, un temor al sexo y un
sentimiento de culpa. La excesiva sensibilidad podía irse normalizando con el
andar del tiempo, a medida que él se adaptara a los hechos reales; el miedo iba
a desaparecer por el matrimonio, que también aliviaría considerablemente la
sensación de culpa. Para llegar a una relación normal lo mejor para Borges era
casarse, ya que el matrimonio era un elemento importante en el contexto de su
culpa.
Más adelante me relató una penosa experiencia de
Borges en su primera juventud: en Ginebra, cuando tenía dieciocho o diecinueve
años, Borges era un adolescente sensible, con dificultades de visión y de
elocución. Alarmado por la timidez de su hijo, Jorge Borges preguntó a Georgie
un día si había tenido ya contacto con una mujer. La pregunta, como he dicho,
era casi normal en esa época. Georgie contestó que nunca había estado con una
mujer. Como muchos otros caballeros argentinos de su generación, el señor
Borges pensó que la situación debía solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba
retardado en el calendario. Del mismo modo que la virginidad de las mujeres
debía guardarse a cualquier precio –un precio que incluía el onanismo, las prácticas
lésbicas, la sodomía–, los varones debían iniciarse lo más pronto posible.
Georgie había sobrepasado en varios años la edad establecida.
El señor Borges dijo a su hijo que él iba a tomar
el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la homosexualidad cruzó por su
mente, llenándola de pánico, impidiéndole comprender que lo que estaba
planeando en ese momento estaba más cerca de la homo que de la
heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una demostración
ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un gesto para
acercarse a las mujeres, sino un acatamiento del mundo masculino y sus
exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el largo
tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen-Miller creía que el
padre se había mostrado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes,
interesarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un
hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una
manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no
hubiera reaccionado ya ante las presiones que exigen la desfloración de un
adolescente en un lupanar? ¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera
incómodo por su desajuste ante la sociedad? Los tropismos tribales de la
llanura a la cual se llega por un río “de sueñera y de barro” se imponían una
vez más. Una cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia
1920 había escritores, libros, movimientos que se oponían a la profundas
verdades viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran
un ornamento, algo que demostraba la cultura y el refinamiento de los
argentinos, pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el
movimiento mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el
rencor implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.
De tal modo que, con este enredo dentro de su
confundida alma, el señor Borges anunció a su hijo, pocos días después, que
había encontrado la solución para su caso. Le dio una dirección y le dijo que
debía estar allí a una hora determinada. Una mujer le estaría esperando.
Georgie salió a pie, como ya era su costumbre, para
considerar la situación y llegar al lugar del modo más natural, sin apremios ni
presiones. Estaba abrumado por los reproches de su padre. Tal vez en Georgie,
normalmente tan sometido, se produjo una oscura rebelión de la carne contra el
acto que le imponían; tal vez la certeza del fracaso estuvo en él antes del
fracaso. Tal vez ese fracaso haya sido su manera de oponerse a lo que rechazaba
hondamente en su alma y sus entrañas. En todo caso, una idea le cruzó la mente:
su padre le había ordenado acostarse con una mujer que él, Georgie, no conocía.
Si esa mujer estaba dispuesta a acostarse con él era porque había tenido ya relaciones
sexuales con su padre. Esta clase de favor íntimo –aunque se trate de una
prostituta– no puede pedírsele a nadie con quien no se tengan contactos
íntimos. Su razonamiento fue lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto,
pero fue lo que él creyó. Él no tenía ninguna duda al respecto.
Llegó a la casa, vio a la mujer y, como era
natural, no pasó nada.
Aparte de la brutalidad del hecho escueto
–suficiente para provocar impotencia en un adolescente de sentimientos delicados–,
allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se le ofrecía
era una mujer que él iba a compartir con su padre. La reacción
de su cuerpo y su alma fue natural. Éste era su “destino sudamericano” de
fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su célebre Poema
conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue, sin que
él lo supiera, una protesta, un desafío. Demostraba así que él, Jorge Luis
Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cánones.
Pero esto quedó ahogado en algún repliegue de su
mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió de aquí, ruidosamente,
fue la más humillante de las palabras: impotencia. Nadie pensó –pese a que las
teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente difundidos esos días– en los
aspectos puramente psíquicos del problema. Sus padres pensaron, con la habitual
grosería de esa generación materialista, que estaban ante un caso de
deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes, medicamentos le fueron dados para
fortalecerlo; tenía un hígado débil... ¿No sería el hígado la causa? En
consecuencia, se le hizo un tratamiento por deficiencia hepática. Era una falla
del cuerpo, no un repliegue del alma.
Quedó doblemente humillado. No había podido cumplir
la orden de su padre; era un incapaz, un impotente.
Ya he dicho que no era esto lo que pensaba el
doctor Cohen-Miller. Con la manera cruda y directa de los médicos al tratar
estos temas, me dijo: “Creo que si esto se arregla, y si usted colabora, se va
a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años.”
Estela Canto
Borges a contraluz
Madrid, Espasa, 1989, págs. 114-117
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