EL GUSANO
El agua que goteaba de las tejas hacia un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas,como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire de la mañana.
—¿Qué, tanto haces en el escusado, muchacho?
—Nada, mamá.
—Si sigues allí, va a salir una culebra y te va a morder.
—Si mamá.
“Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. ‘Ayúdame, Susana’. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. ‘Suelta más hilo’.
“El aire nos hacía reír, juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, él pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.
“Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío.”
—Te he dicho que te salgas del escusado, muchacho.
—Sí, mamá. Ya voy.
“De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina.”
Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.
—¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí?
—Estoy pensando.
—¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el escusado. Además, debías de ocuparte en algo. ¿Porqué no vas con tu abuela a desgranar maíz?
—Ya voy, mamá. Ya voy.
—Abuela, vengo a ayudarte a desgranar maíz.
—Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato que duró la tormenta te anduvimos buscando.
—Estaba en el otro patio.
—¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando?
—No, abuela, solamente estaba viendo llover.
La abuela lo miró con aquellos ojos grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había dentro de uno.
—Vete, pues, a limpiar el molino.
“A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.”
—Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto.
—Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin, ya no tiene remedio.
—¿ Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía.
—Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.
—Si, abuela.
—Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos.
—Si, abuela.
Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín, que se caía de flores.
Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte.
—Antes de salir, su madre lo detuvo:
—¿Adónde vas?
—Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró.
—Dile que te dé un metro de tafeta negra, como ésta -y le dio la muestra-. Que lo cargue en nuestra cuenta.
—Muy bien, mamá.
—A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás dinero.
Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso. “Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca”, pensó.
—¡Pedro! —le gritaron—. ¡Pedro!
Pero él ya no oyó. Iba muy lejos.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 15-17
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