lunes, 8 de abril de 2019

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Emma Reyes
SANGRE


Un día, a la hora del recreo, la monja que cuidaba el jardín nos dijo que esa mañana había visto un nido de pajaritos sobre el Enano: era el nombre que le dábamos al árbol que era el más chiquito y gordinflón de todo el jardín. Con la mano nos mostró dónde estaba ese nido que ella había visto con la escalera y tenía cuatro huevos chiquiticos. Los huevos chiquiticos yo no los conocía y cuando la monja se fue a la clausura yo les dije a mis amigas que iba a subir al árbol. Como un mico me subí al Enano. Cuando con una mano quise tocar los huevitos, me agarraba con tanta fuerza a la rama, que yo misma la rompí y me caí con el cuerpo y la cara contra el suelo. El golpe duro me lo di en el estómago. Alrededor del Enano había un poco de pasto y varias florecitas, pero eso no sirvió para que me protegiera. 
El dolor en el estómago me duró todo el día. A la mañana siguiente me desperté con dolores más fuertes y cuando me bajé de la cama, aterrorizada vi que en mis sábanas y en mis piernas tenía sangre. Corrí donde la monja enfermera y llorando le dije: 
—Me reventé, me caí del Enano y me reventé y me voy a morir. 
Ella me hizo subir sobre una vieja cama y me examinó todo el cuerpo hasta los pechos; yo insistía en decirle que era mi estómago que se había reventado. Cuando terminó de tocarme me dijo riéndose que lo que me pasaba no era nada, que eso era normal en todas las mujeres. Me pidió de volver a las cinco porque tenía mucho trabajo. De un grande canasto sacó una bola de trapos viejos y me dijo que me los pusiera uno a uno entre las piernas para recoger la sangre que iba a continuar saliendo. 
—Pero no se asuste, eso es normal en todas las niñas. 
La caída del Enano y la historia de la sangre y todo lo que me contó la monja, la verdad yo no le entendí todo, ni la mitad que todo eso era normal en todas las niñas y que eso duraba por toda nuestra vida y muchas cosas más, pero lo único que me quedó en claro en mi cabeza es que eso me pasaría toda la vida y todos los meses y que esa sangre servía para hacer los niños, que yo también estaba nacida de la sangre. Las historias de la sangre y de los niños me dejaron enferma toda, me sentía tan enferma que yo misma me sentía mal. Como no tenía con quien hablar, porque me daba vergüenza y como no tenía ganas de jugar, corrí a la capilla, me arrodillé frente a la estatua de María Auxiliadora, nuestra Virgen, la llamábamos así. Era linda, parecía que sonreía y con los ojos veía que ella también me miraba. No estaba sola, en un brazo tenía a su hijo que lo llamábamos el niño Jesús. Me fastidiaba un poco pensar que ese niño tan bonito lo habían hecho con la sangre de María. Yo la miraba frente a los ojos y empecé a contarle todo, sí, todo lo que yo sabía de mí misma y le conté que me sentía muy triste y muy sola y que yo quería que ella fuera mi amiga y poder contarle todo, todo. Cuando la dejé, sentí yo misma que ya la quería mucho y desde ese día decidí pasar con ella todo el tiempo que me daban para el recreo. Yo le conté todo, todo lo mío. Ya no me quedaba más y empecé a contarle las historias que yo sabía de mis amigas y cuando terminé con ellas empecé a inventar historias divertidas para entretenerla, la pobre pasaba casi todo el día y la noche sola con su hijito. 
Nuestra amistad ya tenía varios días, muchos días y mi tristeza y ese mal que sentía yo misma, porque no podía reír y estar alegre y jugar en el recreo como antes, como ya no tenía nada más que contarle, decidí pedirle que me ayudara, que yo quería muchas cosas, yo quería que ella me hiciera crecer porque quería ser grande como algunas de las otras niñas, le pedí también que me arreglara los ojos, porque todas las niñas me llamaban bizca y torcían los ojos imitándome y se reían todas y yo lloraba y las quería menos. También le pedí a María, ya no la llamaba Señora ni Virgen, ya le tenía tanta confianza que la llamaba María, le pedí que yo quería tener el pelo crespo, porque mi pelo liso no me gustaba y no podía peinarme bonito, también le pedí que yo pudiera cantar... Pero nunca me dio nada de lo que le pedí y, como no hablaba, empecé a dejarla y volví a jugar con mis amigas. 
Ya me había olvidado: el último día que la fui a visitar yo le dije también que yo quisiera conocer todos los animales. Las monjas nos decían que en el mundo había muchos, muchos animales y muy, muy grandes como el Enano. 
Cuando estaba chiquita y viajaba con la señora María conocí varios animales grandes: las vacas, los toros, los caballos, los burros, los marranos y otros que se llamaban perros. Pero aquí en el convento solo teníamos animales muy chiquitos. Un gato triste, un gallo que era malo, dos gallinas idiotas y lo que más nos daba miedo eran los ratones y eran chiquitos. También teníamos muchos, muchos piojos y pulgas pero nunca los veíamos en grupo, cada uno estaba siempre solo...

Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 209-213


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