sábado, 6 de abril de 2019

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Emma Reyes
LÁGRIMAS


Fue sor María Ramírez que se hizo cargo de prepararme para la primera comunión. Helena siguió su preparación con sor Evangelina. 
Si tú me preguntas cuál fue el primer amor de mi vida, tengo que confesarte que fue sor María. Era un amor rarísimo, era como si fuera mi mamá, mi papá, mi hermano, mis hermanos y mi novio. Ella reunía para mí todos los tipos de amor y todos los matices de la ternura. Alta, muy delgada, de movimientos ágiles y elegantes, la piel tostada, ojos negros penetrantes y al mismo tiempo un poco tristes. Todas las facciones de su cara eran perfectas como en equilibrio, pero sus facciones no eran ni femeninas, ni masculinas, yo diría que no tenía sexo. Era la belleza y el equilibrio perfecto por encima del sexo. A veces parecía un poco dura o masculina y otras veces era de una ternura y dulzura extraordinarias. No debía ser muy inteligente ni muy instruida. El hecho de que fuera la directora del salón de plancha probaba su nivel cultural, además ella me contaba que su familia era muy pobre, ella era la número trece de dieciocho hermanos. Había nacido en un pueblito cerca de Cali. Como yo estaba en el salón de bordados, el salón de las privilegiadas, no la veía casi nunca. Ella dormía en nuestro dormitorio, pero, fuera de las oraciones de la mañana, no tenía nada que ver con ella. 
Solo empecé a quererla cuando me estaba preparando para la comunión. Yo bajaba todas las tardes al salón de plancha, salíamos a pasearnos solas por los patios y el solar, ella me tomaba de la mano o yo me colgaba de su cintura. No es que con ella aprendiera más que con sor Evangelina, no, pero como me hablaba más simplemente y además sentía que me quería, pues me parecía más fácil y más claro. 
Dos meses duró la preparación, ella me traía cada día algo escondido en sus bolsillos, o un caramelo o una fruta o la estampa de un santo. Yo robaba flores, las más chiquitas, en el solar, se las ponía entre sus manos y le pedía de guardarlas todo el tiempo en su bolsillo para que se acordara de mí cuando yo no estaba con ella. Cuando pasábamos las puertas o los sitios donde ella estaba segura que nadie nos veía, me abrazaba fuertemente y me llenaba la cara de besos, yo le besaba los ojos y la punta de cada dedo de sus manos. Cuando en horas distintas a las lecciones la veía atravesar un patio o un salón o simplemente entrar a la capilla o pasar a comulgar a la hora de la misa, mi corazón se ponía a saltar y la respiración se me detenía. Cuando no la veía, estaba todo el tiempo hablando con ella mentalmente e inventaba historias para contarle. Ella fue la única que durante toda mi infancia me dijo que yo era muy inteligente, naturalmente no le creí, para mí la sola inteligente era Helena. 
La directora decidió que la mejor fecha para que hiciéramos la primera comunión era la noche de Navidad en la misa de gallo, a la misma hora en que nacía el niño Jesús. Yo le dije a sor María que ella tenía que ayudarnos a conseguir unos vestidos blancos como los de las niñas Santos, porque yo no quería hacer la comunión sin vestido blanco. Se puso muy triste y me dijo que ella no podía hacer nada, que las únicas que podían eran la directora y sor Evangelina. Ese día me di claramente cuenta de que en el convento, como más tarde lo comprendí en el mundo, la humanidad se dividía en clases sociales y el poder solo lo podían tener los de las clases privilegiadas. Sor María Ramírez nunca hubiera podido hacer la vida que llevaba sor Evangelina. Ella vivía tan ignorante de lo que pasaba entre sor Evangelina, la señorita Carmelita y la directora como nosotras. Ella, como sor Honorina y sor Inés y sor Teresa, era simplemente la esclava de las otras y esa visión se me fue aclarando y confirmando cada día más. Esas tres señoras representaban la aristocracia y el resto éramos la chusma. 
A Helena no la veía desde hacía muchos días, pero, como era el momento de hacer los ramilletes para el niño Jesús y las cartas para pedirle lo que queríamos de Navidad, decidí ir donde la señorita Carmelita para que me escribiera una carta rápida para el niño Jesús pidiéndole a él los vestidos. Ella me la escribió sin hacer ningún comentario. Me escapé por la escalera de las monjas, que era prohibida para nosotras y fui a la capilla a poner junto al altar la carta para el niño Jesús. Cuando ya había puesto la carta, me volteé y vi que la directora estaba inclinada en su reclinatorio rezando. Me miró y no dijo nada, yo salí corriendo. 
Los días pasaban, la Navidad se acercaba y el niño Jesús no nos enviaba los vestidos. Tres días antes vino el padre Beltrán para confesarnos. Yo le dije que le había escrito al niño Jesús pidiéndole un vestido blanco y solo faltaban tres días y los vestidos no llegaban, que yo no quería hacer la comunión sin vestido. Se puso furioso y me dijo que eso era un pecado de vanidad, que me arrepintiera y no pensara más, que lo único que tenía que tener blanco era mi alma y no el vestido. El mismo día de Navidad por la mañana vino de nuevo el padre Beltrán para hacernos la última confesión y para prepararnos para la comunión. Yo estaba triste y de mal genio, no creo que escuché lo que nos decía. A las seis de la tarde sor Teresa vino a buscarme, fuimos a la lavandería donde había una grandísima alberca de quince metros de larga y dos de ancha, alrededor estaban los lavaderos de la ropa. A esa hora ya nadie estaba lavando. Sor Evangelina llegó con Helena, nos hicieron desvestir y nos pusieron unos chingues o camisolas largas grises. Sor Evangelina lavó a Helena la cabeza y sor Teresa a mí. Nos hicieron frotarnos los pies, la cara, los brazos y las piernas con un estropajo, luego empezaron a tirarnos baldados de agua helada. Yo creía que me iba a morir del frío, no podía ni respirar. Nos secaron bien el pelo y nos llevaron al dormitorio y nos hicieron acostar sin haber comido nada; dijeron que como íbamos a comulgar a medianoche no podíamos comer sino hasta después de la misa de medianoche; que ellas vendrían a despertarnos a las once de la noche. Cerraron con llave el dormitorio y se fueron. Yo me puse a llorar por el vestido y Helena me dijo que yo era una china pendeja, que las niñas pobres no hacían la primera comunión con vestido blanco. 
—¿Y las Santos? ¿Las Santos son ricas? 
—No, pero las protegen los ricos. 
Me volteé y me dormí. 
A las once de la noche vino sor Teresa a despertarnos. Se sentían los gritos de las otras niñas que estaban en recreo esperando la hora de la misa. Yo me moría del sueño. Nos pusimos los delantales de la misa y salimos del dormitorio. Sor Evangelina nos estaba esperando en el corredor. 
—Vengan conmigo. —Tomó a Helena de la mano, yo iba detrás. 
Cuando llegamos al apartamento de ella, yo vi sobre la cama dos vestidos blancos maravillosos, mucho más lindos y lujosos que los de las Santos. Los ojos se me llenaron de lágrimas de la felicidad. 
—Son de mis sobrinas que me los han prestado para ustedes. Por caridad no los vayan a dañar ni a manchar. 
Sor Teresa llegó corriendo y entre las dos empezaron a vestirnos. Sor Teresa hablaba todo el tiempo de la belleza de los vestidos, las coronas no solo tenían flores sino también perlas que brillaban. Cuando nos fueron a poner los zapatos, yo me moría de la risa, eran los primeros zapatos que me ponía en mi vida y me quedaban grandísimos, en cambio los de Helena le quedaban chiquitos, la pobre caminaba como patoja, yo caminaba arrastrando los pies para que no se me salieran. Cuando nos terminaron de vestir, sonó la campana para la misa, nos hicieron subir a la capilla por la escalera de las monjas y entramos por la puerta donde la señorita Carmelita oía la misa. Cuando nos vio, nos hizo acercar y dijo que los vestidos eran bellísimos. En la mitad de la capilla, junto al altar, habían puesto dos reclinatorios para nosotras. Cuando entramos a la capilla sentíamos que todas las niñas hacían «¡¡¡ah!!!», pero al hacer la genuflexión yo perdí uno de los zapatos, todas se pusieron a reír y yo también reí. 
Empezó la misa a las doce en punto de la noche. El padre Beltrán levantó el velo que cubría el niño Jesús que estaba acostado sobre una cuna de raso rosada y la cuna estaba entre nubes de algodón. La capilla estaba toda iluminada y llena de flores. La directora se levantó y se acercó a nosotras y nos hizo pasar y arrodillarnos en todo el centro de la mesa de la comunión. Yo estaba emocionadísima y creo que en ese momento estaba amando de verdad al niño Jesús que iba a recibir por medio de la hostia. En la misa cantamos villancicos y la directora tocó lindo el armonio. 
Cuando la misa se terminó, nosotras nos levantamos para salir por la puerta de nuestras compañeras, pero la mano de sor Evangelina nos detuvo, nos hizo salir por la puerta por donde habíamos entrado, nos hizo bajar la escalera privada, nos llevó a su apartamento, nos hizo quitar los vestidos, nos pusimos nuestros viejos delantales, sacamos los pies de entre los zapatos y nos dijo de ir con las otras al comedor para comer algo. Yo solo comí mis propias lágrimas.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 183-189



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