ANTEOJOS
El primer oficio que me dieron fue el de barrer con una escoba chiquita las montañas de espuma de jabón que se formaban en los sifones de la lavandería y que impedían salir el agua. Por varios meses pasé diez horas al día pasando de un sifón al otro sin el derecho de sentarme un momento. En la lavandería empleaban de una parte las más fuertes físicamente y de otra las más retrasadas mentalmente. Mi segundo trabajo, que representaba ya subir de categoría, era en el salón de bordados, pasaba el día enhebrándoles las agujas a las bordadoras. Solo me decían diez, seis, ocho, tres de hilvanar, de gusanillo, de alma, de caminos, cada palabra de esas representaba una clase determinada de hilo. Ese trabajo me encantaba. Pasaba el tiempo sentada en un asiento chiquito, enfrente a una larga mesa donde estaban impecablemente arreglados todos los hilos y en una almohadilla azul mil agujas de gruesos diversos, para cada hilo correspondía una aguja o más gruesa o más delgada. Cuando me picaba los dedos con las agujas y me salía la sangre, sor Carmelita me decía que por el hueco se me iba a salir el alma, lo que producía un miedo terrible. La carrera de bordadora empezaba por aprender a sacar la aguja. Las costuras delicadas en olanes de cristal y especialmente las de raso o muaré, que eran bordadas en hilos de oro o plata, no se podían enrollar en los bastidores porque se chafaban; había que templarlas a su tamaño natural. Naturalmente los ojos y los brazos de las bordadoras no alcanzaban a más de cuarenta centímetros del borde. Para hacer el centro tenían que ponerse de pie y servirse de otra niña que era la que sacaba la aguja. Debajo del bastidor instalaban unos cajones y la que sacaba la aguja se acostaba completamente horizontal, con la cabeza exactamente debajo del pedazo a bordar y en esa posición recibía la aguja y esperaba que la bordadora le indicara por medio de un hueco, hecho con una aguja más gruesa, el lugar exacto donde uno tenía que devolverle la aguja; era un trabajo terriblemente fatigoso y que exigía una atención permanente. Cuando uno salía de debajo, después de cuatro o cinco horas de trabajo, salía caminando como los borrachos de las cantinas. Ese fue mi tercer trabajo. Por mala suerte para mí, llegué a tal habilidad que no necesitaban picarme para devolver la aguja, había aprendido a bordar al revés lo que representaba un avance fabuloso en el trabajo y por varios años no logré que me cambiaran de oficio, naturalmente eso contribuyó terriblemente a que mis ojos, ya bizcos desde chiquita, se me volvieran peores. Ya nadie podía saber para qué lado estaba mirando.
Después de varias discusiones, las monjas decidieron poner remedio a mi bizquera y decidieron ponerme anteojos. Anteojos hechos por ellas, naturalmente. Fue la directora misma que me los hizo; eran muy simples, dos cuadrados de cartón negro, bastante fuertes, amarrados con alambres, en el puro centro de cada cartón había un único hueco hecho con una aguja. Si yo quería ver, tenía que mirar por el hueco, si no, no veía nada.
Maravilloso remedio; yo estaba feliz, porque me sentía diversa a las otras, cuatro años soporté sobre mi nariz esos cartones, pero no creo que ningún oculista en el mundo me hubiera curado mejor.Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 136-138
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