jueves, 18 de abril de 2019

Casa de citas / Juan Rulfo / El padre Rentería


Juan Rulfo
EL PADRE RENTERÍA
1

 “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces . . . Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.
      “Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia.”
      El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.
      —¡Padre, queremos que nos lo bendiga!
      —¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará mal que interceda por él.
      Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue.
      Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación.
      El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él:
      —Ten piedad de tu siervo, Señor.
      —Que descanse en paz, amén —contestaron las voces.
      Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.
      Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:
      Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo, el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado.
      Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:
      —Reciba eso como una limosna para su iglesia.
      La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta a Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna.
      El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar.
      —Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirle lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir... Por mí condénalo, Señor.
      Y cerró el sagrario.
      Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.
      —Está bien, Señor, tú ganas —dijo después.


2

 Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron.

      Entonces el cielo se adueño de la noche.
      El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:
      “Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento . . . Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges:
      “—Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.
      “—Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.
      “—No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.
      “—Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!
      “—Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor... Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.
      “—Tal vez rezando mucho.
      “—Vamos rezando mucho, padre.
      “—Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas, pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.
      “Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.
      “—No tengo dinero. Eso usted lo sabe, padre.
      “—Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.
      “—Sí, padre.”
      ¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día: “Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; Santas Salomé, viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato.” Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: “Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras.”
      Salió fuera y miró el cielo. Llovía estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, “este valle de lágrimas”.


3

El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.

      Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.
      “El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: ‘Me acuso, padre, que ayer dormí con Pedro Páramo.’ ‘Me acuso, padre, que tuve un hijo de Pedro Páramo.’ ‘De que le presté mi hija a Pedro Páramo.’ Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento.”
      Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.
      Le había dicho:
      —Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
      Y él ni lo dudó, solamente le dijo:
      —¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.
      —Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.
      —¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?
      —Realmente sí, don Pedro.
      —Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.
      —En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.
      El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.
      —¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.
      Después había abierto la botella:
      —Por la difunta y por usted beberé este trago.
      —¿Y por él?
      —Por él también, ¿por qué no?
      Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.
      —Así fue.
      Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río “¿De quién te escondes?”, se preguntó a sí mismo.
      —¡Adiós, padre! —oyó que le decían.
      Se alzó de la tierra y contestó:
      —¡Adiós! Que el Señor te bendiga.
      Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.
      —Padre, ¿ya dieron el alba? —preguntó otro de los carreteros.
      —Debe ser mucho después del alba —respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.
      —¿Adónde tan temprano, padre?
      —¿Dónde está el moribundo, padre?
      —¿Ha muerto alguien en Contla, padre?
      Hubiera querido responderles: “Yo. Yo soy el muerto.” Pero se conformó con sonreír.
      Al salir del pueblo precipitó sus pasos.
      Regresó entrada la mañana.
      —¿Dónde estuvo usted, tío? —le preguntó Ana, su sobrina—. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.
      —Que regresen a la noche.
      Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.
      —¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?
      —Hace calor, tío.
      —Yo no lo siento.
      No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
      —Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él; hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son los suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otra parte.
      —¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
      —Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado.
      —¿Y si suspenden mis ministerios?
      —No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
      —¿No podría usted..? Provisionalmente, digamos... Necesito dar los santos óleos... la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
      —Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
      —¿Entonces, no?
      Y el señor cura de Contla había dicho que no.
      Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
      —Son ácidas, padre —se adelantó el señor cura la pregunta que le iba a hacer—. Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
      —Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios. Y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de China que teniamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita... después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
      —Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
      —Así es la voluntad de Dios.
      —No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
      —A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.
      —¿Y entre ésos estás tú?
      —Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
      Luego se habían despedido. Él, tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad. no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
      Se levantó y fue hacia la puerta.
      —¿Adónde va usted, tío?
      Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
      —Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.
      —¿Se siente mal?
      —Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.
      Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:
      —No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.
      Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.
      La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.
      Sintió que olía a alcohol.
      —¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?
      —Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
      —Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
      —Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
      En varias ocasiones él le había dicho: “No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás.”
      —Ahora sí, padre. Es de verdad.
      —Di.
      —Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
      El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
      —¿Desde cuándo?
      —Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
      —Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
      —Pos que yo era la que le conchavaba las muchachas a Miguelito.
      —¿Se las llevabas?
      —Algunas veces, si. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
      —¿Fueron muchas?
      No quería decir eso; pero le salió la pregunta por costumbre.
      —Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
      —¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
      —Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
      —¿Cuántas veces viniste aqui a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
      —Gracias, padre.
      —Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
      —¿No me deja ninguna penitencia?
      —No la necesitas, Dorotea.
      —Gracias, padre.
      —Ve con Dios.
      Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: “por los siglos de los siglos, amén”, “por los siglos de los siglos, amén”, “por los siglos...”
      —Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
      —Dos días, padre.
      Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. “¿Qué haces aqui? —pensó—. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado.”
      Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando:
      —Todos los que se sientan sin pecado puede comulgar mañana.
      Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 29-30, 34-35, 72-79





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