Emma Reyes
MOJAR LA CAMA
La misma noche que la hermana superiora nos anunció la muerte trágica de Tarrarrurra y de la Nueva, esa misma noche yo hice pipí en la cama mientras dormía. Eso no me había pasado nunca. En ese sentido la señora María nos había educado muy bien, además cuando llegué al convento las monjas me dieron una bacinilla que estaba siempre debajo de mi cama. Los dormitorios los cerraban de noche con llave, si alguna se sentía mal tenía que pedir la llave a la monja que dormía en cada dormitorio, pero como nos daba un miedo negro de bajar solas atravesando todo el convento, si no era un caso verdaderamente grave, pues aguantábamos hasta que tocaran la campana. Pero, como yo era la más chiquita, por los tres primeros años tuve el privilegio de tener mi vaso de noche. Las camas eran todas de madera con tablas y los colchones de paja, forrados con una tela gruesísima que cambiaba de color en cada dormitorio. Los colchones del dormitorio de María Auxiliadora eran todos azules, los de Don Bosco amarillos, los de Santa Teresa verdes y los del dormitorio del niño Jesús, que era el mío, eran rojos y con el pipí la tela destiñó y manchó todo. Yo no dije nada a nadie y tendí la cama rápidamente para que la monja no viera las manchas en la sábana, pero cuando fui a hacer la genuflexión en la capilla, sor Teresa vio que tenía las piernas todas pintadas de rojo, en eso yo no había pensado y con la oscuridad a las cinco y media de la mañana ni Helena ni mis amigas se habían dado cuenta. Yo sentí que sor Teresa me levantaba de las trenzas.
—Salga y espéreme afuera.
Salí con las rodillas que me temblaban de miedo. Cuando las niñas terminaron de entrar ella salió y, sin darme tiempo de abrir la boca, empezó a darme bofetadas y puños por todos lados, luego me tomó de una oreja y, tirándome, marchando a largos pasos, me llevó hasta el dormitorio y me hizo destender la cama. El olor de la paja mojada de orines me penetró por la nariz, sor Teresa me tomó de nuevo de las trenzas y empezó a frotarme la cara contra el colchón, igual como hacían con los gatos de la panadería cuando hacían pipí fuera del cajón. Cuando entramos a la capilla ya la misa había empezado, todas las cabezas se voltearon para mirarme, yo lloré durante toda la misa. Después del desayuno me mandaron a sacar el colchón y las cobijas para tender todo en el solar para que se secara. Ester y Teresa me ayudaron, también me ayudaron a frotar con estropajo y jabón mis piernas pintadas de rojo.
Pero a la noche siguiente me volvió a pasar lo mismo y a la tercera y la cuarta y la quinta. Hacía esfuerzos desesperados para no dormirme, pero el sueño me vencía y en cuanto me dormía, hacia pipí. El colchón seguía soltando tinta roja y el olor de la paja se volvía insoportable. Yo sentía que ese olor me perseguía todo el día, lo llevaba conmigo, lo que no me dejaba olvidar mi tortura. Sentía llegar la noche con verdadero terror, les suplicaba al niño Jesús y a la Virgen que me concedieran la gracia de no hacer pipí. Pero ningún santo escuchó mis súplicas y las monjas multiplicaban los castigos. Empezaron por hacerme oír la misa arrodillada sola en el centro de la capilla, no tenía derecho a sentarme ni a ponerme de pie. En los bancos teníamos un listón de madera donde nos arrodillábamos y hacía una gran diferencia de tener las rodillas directamente sobre los ladrillos. Al tercer día empezaron a darme vértigos y caía tendida en el suelo como muerta con la frente bañada en sudor frío, seguramente me había debilitado de la angustia y de los esfuerzos terribles que hacía de noche, para no dormirme. El colchón no alcanzaba a secarse durante el día y tenía que dormir sobre la humedad de la paja. Como los síncopes en la capilla se empezaron a repetir diariamente, decidieron cambiarme de castigo. Durante todas las horas de recreo me ponían mi colchón sobre la cabeza y ninguna podía hablarme ni acercarse a mí, no solamente no tenía más el derecho de jugar y hablar con mis compañeras, sino que las otras, las malas, que eran la mayoría, se divertían a insultarme y a taparse la nariz cuando pasaban junto a mí. Ya no podía más, me había enflaquecido y no podía trabajar más sacando la aguja, porque me daban vértigos y como lloraba todo el día me dolían terriblemente los ojos. Todos los castigos fueron inútiles, yo seguía haciendo pipí todas las noches. La directora comenzó a alarmarse y me llamó un día a su despacho. Me dio caramelos (desde la época de la señora María no habíamos vuelto a ver un caramelo). No recuerdo de qué me habló, pero me acarició la cabeza y me dio palmaditas en las mejillas y me regaló una medalla del niño Jesús parado sobre una bola que me dijo que esa bola era el mundo; con un cordoncito de seda negra me la colgó al cuello y me dijo de ir a la enfermería que sor Teresa me iba a dar un remedio para curarme de ese mal vergonzoso. Tres veces por día sor Teresa me daba una grande taza de una especie de caldo negro, un poco grasoso pero sin sal y con un gusto un poco amargo. Además por la noche sor María me envolvía en una gruesa cobija de lana de la cintura para abajo.
Pasaron muchos días sin que el remedio me hiciera ningún efecto y cada día me sabía más feo. Un día le pregunté a sor Teresa de qué era el caldo que me daba y muy seriamente me contestó que era caldo de ratón.
—¿Ratón? ¿Esos animales negros que corren por el piso en la panadería y la cocina?
—Sí —me dijo—. De esos animales negros que corren por el piso de la panadería y la cocina.
No había terminado la frase que yo ya estaba vomitando. Vomité por tres días, pero nunca más volví a hacer pipí en la cama. Como premio, me dieron un colchón nuevo, de tela roja como el viejo. Desde entonces guardo una grande simpatía por los ratones.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 163-167
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