Emma Reyes
LA MONJA Y EL DIABLO
Un día llegó la superiora a revisar los trabajos y se dio cuenta que yo sola no iba a alcanzar a terminar el alba, la tela era demasiado fina y el bordado era demasiado minucioso. Después de hablar largamente con sor Carmelita ordenó que cinco de las buenas bordadoras que estaban trabajando para la Turca pasaran a trabajar conmigo en el alba y ordenó además que trabajáramos también por la noche. Esa fue una gran fiesta para nosotras, trabajar por la noche quería decir uno y mil privilegios. Primero no teníamos que ir a la misa sino los domingos. Comíamos solas en una pequeña sala junto al salón de costura, nos aumentaban la comida, carne todos los días y dos vasos de leche al día, pero lo que era el máximo de nuestra felicidad era el chocolate con pan que nos daban a la medianoche antes de irnos a dormir. El chocolate solo nos lo daban una vez al año el día de la fiesta de la superiora, o en el caso excepcional de que tuvieras un trabajo urgente y trabajaras durante la noche.
Para colmo de mi felicidad, nombraron a sor María para que nos cuidara durante la noche. Creo que fueron los días más felices de mis años de convento, estaba tan feliz que me volví payaso, no recuerdo lo que decía ni lo que hacía, pero sí recuerdo que mis compañeras y sor María reían hasta las lágrimas. De noche no podían exigirnos como en el día que trabajáramos sin hablar. Levantadas desde las cinco y media de la mañana y trabajando dieciocho horas por día, si no hubiéramos hablado, hubiéramos caído como moscas muertas, dormidas sobre el bastidor. Pero una noche, por mala suerte, hicimos demasiado ruido. Ester se había subido sobre una silla y estaba imitando a todas las monjas y al padre Bacaus diciendo la misa; el asiento se rompió y cayó al suelo, arrastrando detrás de ella las cuerdas de la luz de las lámparas que iluminaban el bastidor. Naturalmente a la mañana siguiente todo el mundo vio el desastre, todas las lámparas estaban en pedazos. La superiora nos llamó una a una a su apartamento y dos de ellas decidieron echarme a mí toda la culpa. Fueron las hermanitas Santos, que me odiaban porque un día les pegué a las dos porque me robaron un plátano y mi pan que me había regalado Ester porque tenía dolor de estómago. Yo había logrado agarrarlas a las dos de la garganta y, apretándolas contra la pared, les hice vomitar mi pan y mi plátano y fue mucho mérito porque las dos eran más grandes que yo, pero las tomé por sorpresa cuando estaban sentadas en el suelo. La directora me castigó a trabajar solamente de día, tenía que entrar al dormitorio al tiempo con todas. El dormitorio de Santa Teresita lo cuidaba sor Trinidad. Mientras nos desvestíamos, rezábamos en alta voz, pidiéndole a Dios que tuviera misericordia de nosotras y que no nos fuera a quitar la vida durante el sueño y que si nos la quitaba nos perdonara y no nos fuera a cerrar las puertas del Cielo.
Sor Trinidad entretanto se paseaba con los ojos bajos para no mirarnos, porque, si por mala suerte se nos escurría la camisa de los hombros, ella tomaba el riesgo de pecar mirando alguna parte de nuestro cuerpo. Cuando ya todas estábamos acostadas, cerraba las puertas con llave y entraba a su celda para acostarse, teniendo cuidado de poner las llaves debajo de la almohada para que no fuéramos a robárselas durante el sueño. Yo sabía todo eso y naturalmente no podía ni pensar en que podía obtener las llaves. Mi cama estaba enfrente a una puerta de vidrios que naturalmente estaba cerrada con veinte candados. Esa puerta daba al corredor donde la superiora nos daba las buenas noches y en ese corredor estaba el gran reloj de péndulo que sonaba como el corazón de una vaca cuando ha corrido. Esa puerta no la abrían nunca, pero los vidrios estaban sostenidos con cantidades de puntillas muy finas que parecían como alfileres. Yo esperé mucho tiempo, ya ninguna se movía en la cama por debajo de las cobijas. Sin sacar la cabeza me puse el delantal y los calzones encima de la camisa de dormir, me dejé escurrir y, arrastrándome por debajo de mi cama me acerqué a la ventana. Casi sin respirar y sirviéndome de mis tijeras, empecé a quitar uno a uno cada clavo hasta que el vidrio quedó libre. El hueco no era muy grande, pero suficiente para dejarme deslizar haciendo contorsiones de gusano. Mi corazón palpitaba casi tan fuerte como el tictac del reloj. A toda velocidad atravesé los dos patios y aparecí como una visión en la puerta del salón de costura. Sor María, que como de costumbre estaba zurciendo las medias de las monjas, se puso blanca como el alba del Papa. Las niñas se morían de la risa, hasta las Santos parecían divertirse de mi audacia.
Sor María quiso regañarme, pero su amor por mí era más fuerte. Eso sí, me hizo prometerle que no lo haría nunca más. Yo vi que sus ojos estaban tristes, yo sabía que el castigo también era para ella. Hubiera querido tirarme en sus brazos y besarle la cara, los ojos, la boca, decirle que yo también sufría y que la amaba más que si hubiera sido mi mamá y mi hermanita juntas. En esos momentos la quería con locura. Me arrodillé junto a ella y le besé las manos, ella me picó dulcemente la punta de la nariz con la aguja que tenía en la mano. Le pedí que agachara la cabeza y le dije al oído que por amor a ella iba a volver al dormitorio.+
—No, no —se apresuró a decirme—. Ya voy a bajar al claustro para hacer el chocolate. Acompáñeme y luego se va a acostar. Haré también para usted.
Cuando estábamos bajando la escalera, sor María me pasó el brazo por los hombros, yo me prendí de su cintura. En ese momento me di cuenta de cómo era de grande; pensé en una foto amarilla y sucia que me había mostrado Inés Rozo. Ella había nacido en un circo y en la foto estaba ella prendida de la pata del elefante, el elefante tenía los ojos perforados por una aguja. Me dijo que era ella quien le había metido la aguja en los ojos un día que estaba furiosa porque su mamá quería más al elefante que a ella, porque, si la hubiera querido a ella más que al elefante, era el elefante el que debería estar en el convento. En silencio habíamos atravesado los dos patios y la lavandería, cuando llegamos a la puerta del claustro. Se acurrucó junto a mí, me envolvió en sus brazos y apretándome fuerte contra su pecho me besó toda la cara en todas direcciones y a una velocidad como si estuviera de mucho afán; yo solo le pude besar un ojo.
—Espéreme aquí, las tazas y el pan ya están listas, solo tengo que calentar el chocolate.
Ninguna de las niñas, ni grande ni chica, tenía nunca el derecho de entrar al claustro de las monjas. Como no lo conocíamos, habíamos inventado toda clase de historias sobre él. Lo imaginábamos como imaginábamos el paraíso. Todo lo que para nosotras representaba felicidad estaba guardado en el claustro: era del claustro que salían el pan, los plátanos, la panela; era del claustro que salían los regalos de Noel; era del claustro que salía la ropa que nos regalaban y era del claustro que salía la monja que amábamos, porque cada una tenía preferencia por alguna como ellas por nosotras. La noche era negra como una sotana nueva, no había ni una sola estrella. Un viento helado me hacía inflar la camisa de dormir que yo tenía con las dos manos para que no se levantara. El patio inmenso todo de ladrillo, estaba húmedo, las plantas de los pies se me estaban helando. Sor María se demoraba demasiado, tal vez el carbón ya estaba apagado y había tenido que prenderlo. Sentí que el reloj daba una hora larga, tal vez las once o tal vez las doce. Una ráfaga de viento, más fuerte que las otras, me hizo voltear la cabeza.
Fue en ese momento que lo vi: estaba al fondo del patio, contra el alto muro que nos separaba del mundo. Primero era estático, luego empezó a avanzar lentamente hacia mí con los brazos estirados hacia delante. No dudé ni un momento, yo sabía que era él, igualito a como nos lo había descrito la madre superiora millones de veces en sus conferencias. Alto, muy alto, ojos enormes que echaban fuego, el pelo verde, eran muchos verdes juntos. Los cachos eran más grandes de lo que yo había pensado, los dientes enormes, blancos y parecía que avanzaran más adelante que su boca, las manos y las uñas eran larguísimas, de la punta de las uñas salían llamas, avanzaba sin pisar el suelo, envuelto en un gran manto de fuego rojo, violeta y verde, por encima de su cabeza había nubes de humo que eran blancas y azules. Yo estaba derecha, petrificada, solo mis rodillas se golpeaban la una contra la otra. Quería gritar, pero no me salía la voz, mi corazón no palpitaba, galopaba como un caballo, un sudor frío escurría debajo de mis brazos y detrás de mis oídos. El estómago se me volvió de piedra. Él avanzaba sin hacer ningún ruido, entre el pelo sentí un hormigueo que me bajaba por la espalda; me pareció una eternidad el tiempo que empleó en atravesar el patio, yo sabía que venía para llevarme, el resto se pasó en un segundo. Ya estaba tan cerca que veía los largos pelos que colgaban de sus brazos. No sé cómo me salió el primer grito, tampoco sé cómo pude recuperar el movimiento. No corría, no... Volaba sin tocar el suelo, no sé cómo atravesé los patios, ni cómo subí la escalera, ni cómo atravesé el hueco de la puerta donde había quitado el vidrio. Al lado derecho de mi cama dormía Dolores Vaca, yo la detestaba porque tenía fama de santa. Cuando volví a la vida, yo no estaba en mi cama sino entre la cama de la Vaca y agarrada a su cuello gritando.
—Con la Vaca no me coge el Diablo, con la Vaca no me coge el Diablo.
Ella luchaba desesperadamente por liberarse de mí. Mis gritos no eran gritos, eran alaridos de animal herido. No hubo una sola de las niñas ni de las monjas, incluida la portera, que dormía al otro extremo del convento, que no se despertara con los gritos, la confusión fue total, las niñas se precipitaron a las puertas de los dormitorios pasando sobre las camas, pisándose y atropellándose las unas a las otras. Las monjas salieron de sus celdas en camisa, nadie encontraba las llaves para abrir las puertas de los dormitorios, unas gritaban, otras lloraban y todas querían huir sin saber ninguna lo que había pasado. La madre superiora tuvo un síncope, la señorita Carmelita se cayó de la cama y hasta la mañana siguiente no la pudieron levantar. Cuando lograron desprenderme de la Vaca, yo vi a sor María contra la ventana. Tenía la cara cubierta con las dos manos. Era ella la que había corrido detrás de mí y no el Diablo. Hasta la hora de la misa, el convento no volvió a recuperar su aspecto normal. La grande catástrofe la descubrieron solamente después del desayuno.
El alba del Papa no era más que tres enormes huecos, las niñas por escapar habían pasado por encima del bastidor. Sor Carmelita lloraba acariciando con la punta de los dedos los bordes de los huecos como esperando el milagro de verlos desaparecer. A las nueve de la mañana la campana del convento sonó una sola vez. Eso significaba que la superiora llamaba de urgencia a todas las monjas. La reunión no fue larga, diez minutos más tarde vimos llegar a la superiora acompañada de todas menos sor María. Su cara era dura y severa. Todas nos pusimos de pie, lo que hacíamos siempre que ella llegaba a los salones de trabajo. Cuando pronunció mi nombre, yo estaba junto al bastidor del alba.
—Acérquese.
Yo atravesé calmadamente el salón. No hubiera podido hacerlo de otra manera, porque todo mi cuerpo estaba como una madeja de hilo y además me parecía que nada me importaba, nada. Yo sabía que no me llamaba para felicitarme. Cuando me dijo cuál era mi castigo, me pareció absolutamente natural. Un mes privada de comunicación, nadie tenía el derecho de hablarme, ni niñas ni monjas y un mes de trabajo en la cocina lavando las ollas, los pisos y cargando el agua. Un mes durmiendo sola en el cuarto de los muebles viejos junto a la pieza de la vieja cocinera, un mes oyendo la misa de rodillas sin derecho a sentarme y sola en medio de la capilla. Mi nombre fue borrado de la lista de las hijas de María, me quitaron el delantal de uniforme y me pusieron una especie de camisa larga, gruesa, de tela color tristeza y me dieron un lazo para que la amarrara a la cintura. En la cocina tampoco tenía el derecho de hablar fuera de lo absolutamente indispensable para el trabajo. Como nadie dudó, ni niñas ni monjas, que el Diablo había venido para llevarme, pues no les costaba esfuerzo no hablarme si yo representaba el pecado y el infierno. Al mes, cuando salí de la cocina, sor María ya no estaba en el convento. Nunca nadie supo adónde la mandaron. Sor Trinidad le dijo a una niña que ella creía que la habían enviado a Agua de Dios a cuidar los leprosos.
Ese año, por la culpa del Diablo, el Papa no recibió nuestro regalo.
Emma Reyes
Memoria por correspondenciaBogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 199-207
No hay comentarios:
Publicar un comentario