sábado, 13 de abril de 2019

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Juan Rulfo
MADRE

   Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato: luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. “Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.”
     La lluvia se convertía en brisa. Oyó: “El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén.” Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.
     Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos...
     —¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo.
     Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacía el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada.
     —Me siento triste —dijo.
     Entonces ella se dió vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia.
     El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo.

Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 18-19


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