Juan Rulfo
EL TESTIMONIO DE ANITA
Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo:
—Oye, Anita. ¿Sabes a quién enterraron hoy?
—No, tío.
—¿Te acuerdas de Miguel Páramo?
—Sí, tío.
—Pues a él.
Ana agachó la cabeza.
—Estás segura de que él fue, ¿verdad?
—Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro.
—¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo?
—Porque él me lo dijo: “Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes.” Eso me dijo.
—Pero sabías que era el autor de la muerte de tu padre, ¿no?
—Sí, tío.
—¿Entonces qué hiciste para alejarlo?
—No hice nada.
Los dos guardaron silencio por un rato. Se oía el aire tibio entre las hojas del arrayán.
—Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara. Sin moverme de la cama le avisé: “La ventana está abierta.” Y él entró. Llegó abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que comenzaba a hacer cosas malas conmigo.
“Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo.
“Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir.”
—Pero debes tener alguna seguridad. La voz. ¿No lo conociste por su voz?
—No lo conocía por nada. Sólo sabía que había matado a mi padre. Nunca lo había visto y después no lo llegué a ver. No hubiera podido, tío.
—Pero sabías quién era.
—Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor.
—No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos están rezando ahora por él! Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre.
Iba a decirle: “Además, yo le he dado el perdón.” Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo:
—Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 30-32
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