martes, 9 de abril de 2019

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Emma Reyes
EL OJO


Las llaves del portón grande, grande, por el que se salía al mundo las tenía siempre una monja viejita que se llamaba sor Portera. Pero durante la misa le dejaba las llaves a sor Teofilita, que como estaba afuera de la capilla y más junto a la puerta podía abrirle al lechero que era el único que venía a esas horas. Las llaves las ponía detrás de ella sobre la silla donde casi nunca se sentaba. Siempre tenía la cara entre las manos y rezaba y rezaba todo el tiempo. 
Al lechero lo llamaban el Tuerto. Me dijo sor Teofilita que lo llamaban así porque el otro ojo lo tenía siempre cerrado. Yo le pregunté por qué no despertaban ese ojo y ella me contestó que ese ojo había nacido dormido. Cuando el Tuerto le pasaba por el torno la leche a sor Teofilita, siempre le decía: 
—Sor Reverencia, la leche está calientica como salida de la barriga de la vaca.

Un día yo le conté a sor Reverencia que yo cuando estaba muy chiquita había conocido una vaca en Guateque, en el mundo. Ella me dijo que ella solamente había visto una vaca en el pesebre del niño Jesús, el hijo de María.
 
La puerta por donde venía el Tuerto, la de salir al mundo, era gruesa, gruesa y pesaba mucho, nos decía sor Portera. Había también un zaguán para poder entrar al convento de verdad. Había otra puerta, también de madera y en el centro tenía una casita que daba vueltas si uno la empujaba y se llamaba torno. Por ese torno nos llegaba todo lo que nos comíamos, por eso la leche entraba por esa casita. Cuando iba a la cocina con el incensario para que Bolita me lo encendiera o cuando iba para traer el charol del desayuno del cura, tenía que pasar enfrente a la puerta donde estaba la casita que daba vueltas con la comida. Ese día oí como golpes pero chiquitos detrás de la puerta de la casita del torno. Me acerqué muerta de miedo y le pregunté quién golpeaba. Nadie contestó y el torno empezó a dar vueltas muy lentamente, pero adentro no había comida. Volví a llamar y le pregunté quién era y la voz me dijo: 
—La leche. 
—Ya la tenemos —le dije yo. 
—Pero yo soy el que trajo la leche. Si sumercé me quiere ver en el consultorio, donde hay unos trapos que llaman cortinas, debajo yo hice un huequito. Vaya y míreme. 
El huequito lo había hecho rascando de fuera la pintura blanca que tenían los vidrios. La verdad, el Tuerto me daba miedo, pero eran más grandes las ganas de verlo y le contesté por entre la casita torno que iba, que me esperara. El hueco lo vi al momento en que levanté la cortina, era abajo y contra el rinconcito. Yo miré por el huequito y me encontré con el ojo de él. Sí: teníamos un ojo contra el otro, el de él me gustó mucho, era muy bonito, negro, redondito y muy brillante y el blanco era más blanco que los que había en el convento. Otra cosa me gustó, es que su ojo sabía reír, sí, reía todo el tiempo. 
Muchos días yo me miraba mis ojos en el espejo de la sacristía y nunca pude reír con mis ojos como él. Cuando yo ya no veía su ojo sino la pared del frente y oía sus pasos, me quedé un ratico esperando, pero no volvió y el domingo no traían la leche, pero el lunes volví a sentir que rascaba y le daba vuelta a la casita torno muy lentamente y me repitió de ir al huequito. Él siguió esperándome todos los días y nuestros dos ojos estaban tan contentos de mirarse que nos daba pena separarlos. Y un día me dijo: 
—Yo soy su novio. 
Esa palabra me la repitió varias veces. Novio. Apenas vi a sor Teofilita le pregunté qué quiere decir novio. Se rió y me preguntó quién me había enseñado esa palabra y yo le dije: 
—No sé, lo oí alguna vez y ahora me acordé. 
Yo vi en su cara que no me había creído y no sé cómo me acordé que sor Carmelita, la gorda, gorda, que vivía en el patio de las rosas nos contó que su novio la había dejado porque se había vuelto gorda. Se volvió a reír y me dio una palmadita en la mejilla. 
Ya hacía largo tiempo que hacíamos que nuestros ojos se encontraran y un día le dije por entre el torno que yo quería que me mostrara el ojo que dormía. Inmediatamente su ojo desapareció y nunca más volvió a llamarme ni me lo volvió a mostrar. Por mucho tiempo yo pensaba todo el día y aún mientras decían la misa, en el Tuerto, pero mucho también en su ojo que ya se había hecho amigo del mío. Un día ya no pensaba más en ellos y me puse a pensar en el mundo. El recuerdo que yo tenía de muy chiquita en el mundo con la señora María también se me había olvidado y pensé hablar varias veces con María para que me ayudara y que me quitara esa enfermedad que me había dado y que yo sufría de estar pensando todo el tiempo en el Tuerto o en el ojo o en el mundo. Hasta le ofrecí hacerle una novena y la hice con mucha devoción.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 221-224


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