Juan Rulfo
MIGUEL PÁRAMO
—¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges? Ella sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
—Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por el camino de la Media Luna.
—¿Entonces vive alguien en la Media Luna?
—No, allí no vive nadie.
—¿Entonces?
—Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, ¿no?
—No entiendo. Ni he oído ningún ruido de ningún caballo.
—¿No?
—No.
—Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don que Dios me dio; o tal vez sea una maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a causa de esto.
Guardó silencio un rato y luego añadió:
—Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió. Estaba yo acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. Me extrañó porque nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada. Iba a platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía temprano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó. . . ¿Lo oyes ahora? Está claro que se oye. Viene de regreso.
—No oigo nada.
—Entonces es cosa mía. Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es un puro decir. No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa muchacha que le sorbió los sesos.
“—¿Que pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?
“—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
“—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
“—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.
“—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
“Y cerré la ventana. Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir: -E1 patrón don Pedro le suplica. E1 niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.
“—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?
“—Si, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
“—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?
“—No hace ni media hora. De ser antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colorado volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro.
“—No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas.
“Y el mozo de la Media Luna se fue.”
—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? —me preguntó a mí.
—No, doña Eduviges.
—Más te vale.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Bogotá, FCE, 1980, segunda edición colombiana, pp. 25-27
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