domingo, 15 de junio de 2025

Un escritor / Frederick Forsyth

 



EL HOMBRE QUE CREÓ AL CHACAL


Frederick Forsyth esbozó su epitafio en dos frases: «Amó a su país e hizo lo que pudo

Mario Crespo
  • 15 de junio de 2025

La culpa la tuvo la Guerra de Biafra. La culpa, digo, de que Frederick Forsyth, que se acaba de morir, se convirtiera uno de los mejores autores de thriller de todos los tiempos. Si no hubiera sido por aquel mortífero conflicto, tan goloso para los soldados de fortuna, es posible que nuestro hombre fuera recordado como un buen reportero de guerra. O quizás, quién sabe, que no fuera recordado en absoluto.

Cuando llegó a aquel rincón de África por cuenta de la BBC, ya había ejercido como corresponsal de Reuters en un par de países europeos. Narrar aquel conflicto parecía una gran ocasión para hacerse un nombre en el oficio. Paradójicamente, aquella primera gran oportunidad sería el fin de su prometedora carrera. La dirección de la cadena británica, influida por la inclinación pro-nigeriana del premier Harold Wilson, le acusó de haberse vendido a la causa biafreña y de enviar reportajes sesgados. Se ganó una carta de despido, aunque se quedaría un tiempo en la zona como agente libre, escribiendo crónicas y jugando a los espías.

Unos meses después de cobrar su finiquito, y en solo 35 días, aquel joven reportero en paro y sin blanca escribió el borrador de su primera novela. Se titulaba El día del Chacal. Lo rechazaron cuatro editoriales, probablemente asustadas por lo atípico de su planteamiento: la trama contaba un plan para asesinar a De Gaulle, cuando todos sabían entonces, y sabemos hoy, que el líder francés no murió tiroteado. Por lo demás, sus 140.000 palabras se parecían poco al estilo de otros libros de moda: irritantemente minucioso, capaz de dedicar 20 páginas, pongamos, a describir el proceso falsificación de una libreta de pasaporte. Aplicando la lógica, una novela así no debería triunfar. Y, sin embargo…

La edad de oro del bestseller 

Un poco de contexto. En las décadas centrales del siglo XX, impulsados por la revolución del libro de bolsillo, los bestseller alcanzaron una fórmula difícilmente replicable que enlazaba calidad y éxito popular. De la ciencia ficción al thriller, del terror al romance, autores como Mario Puzo, Isaac Asimov, John Le Carré, Ira Levin Leon Uris coparon las listas de más vendidos e hicieron ricos a unos cuantos editores con olfato. Con niveles diferentes de ambición estilística, todos ellos supieron ofrecer al gran público historias adictivas sin recurrir a trucos baratos. Novelas de piscina y de aeropuerto, sí, pero a menudo con muchos quilates de calidad. Casi todas han envejecido mucho mejor que los experimentos estilísticos de moda en aquellos años.

Ante esa durísima competencia, no parecía probable que la ópera prima de un joven desconocido agitase las aguas del género como lo hizo El día del Chacal. Lo cierto es que desató todo un maremoto. Después de una edición modesta de Hutchkinson en Londres, Viking compró los derechos para Estados Unidos. El triunfo fue arrollador: buenas críticas, boca-oreja, reimpresiones, traducciones, apariciones en televisión. «Nunca había visto tanto dinero junto, y ni siquiera me lo había imaginado». Solo El exorcista de William Peter Blattypudo disputarle la hegemonía en las listas de los más vendidos en aquel 1971.

El día del Chacal empieza con una historia real narrada con oficio de cronista: el atentado fallido contra Charles de Gaulle en Petit-Clamart en 1962. Si aquella intentona fue obra de un apasionado militar francés que se había sentido traicionado por la humillante salida de Argelia ordenada por De Gaulle, Jean-Marie Bastien-Thiry, para la otra, la de ficción, la OAS elige una fórmula diferente: contratan a un enigmático asesino a sueldo, sin vinculación con su causa y casi imposible de rastrear. La trama consiste, precisamente, en la preparación de ese atentado, en una carrera de infarto contra las fuerzas de la ley.

A mí, lo confieso, me resulta imposible avanzar por las páginas del libro sin empatizar un poco –¡o más que un poco!.- con ese sicario tan pulcro, culto y cortés. Tan virtuoso en su sangriento oficio que, cuando la policía lo va cercando para evitar el magnicidio, me siento como si unos brutos sin sensibilidad artística estuvieran a punto de impedir que un violinista terminase las últimas notas de una sonata.

Tras ese éxito inicial llegaron otros dos novelones: El expediente Odessa(1972) y Los perros de la guerra (1974). La primera es una historia trepidante, aunque menos verosímil que otras del autor, sobre la fuga de nazis. La segunda, quizás mi favorita, cuenta las aventuras y desventuras de una cuadrilla de mercenarios que preparan un golpe de Estado en la imaginaria República de Zangaro, un derroche de testosterona, todo un antídoto contra el aburrimiento.

Diría que Forsyth nunca volvió a desplegar el colosal ejercicio de talento que mostró en aquellos tres primeros títulos, pero lo cierto es que sus obras posteriores –cortadas todas por el mismo patrón de intriga, aventura y documentación exhaustiva-– tuvieron también legiones de lectores: El cuarto protocoloEl manifiesto negroVengador…. Si al principio de su carrera bebió de la temática de la Guerra Fría, al final se atrevió con la Guerra del Golfo o la irrupción de Al Qaeda, entre otros asuntos de actualidad.

Para ubicarlo en el universo del thriller político y de espías, no era un Ian Fleming, con sus tramas exuberantes y casi autoparódicas, pero tampoco encaja en el mundo de introspección y ambigüedad moral de un Le Carré o un Volkoff. Ofreció una tercera vía de mucho éxito: tramas minuciosamente documentadas, fáciles de seguir, con más sucesos que dilemas y una redacción sobria, casi transparente, pero nunca descuidada.

«Amó a su país e hizo lo que pudo»

Como otros maestros del género, Forsyth presumía de haber vivido él mismo una vita pericolosa a la altura de las de sus personajes. Entre otras hazañas, decía haberse enfrentado a un traficante de armas en Hamburgo, haber sido ametrallado en la guerra nigeriana, haber sido detenido por la Stasi o haber aterrizado en Guinea-Bisau durante un sangriento golpe de Estado. Supongo que habrá algo de barniz literario en esa hoja de servicios, pero nadie le ha acusado, que yo sepa, de ser un Münchhausen.

Los datos esenciales de su vida peliculera, en todo caso, parecen ciertos: pilotó, siendo jovencísimo, un vampire de la RAF, tuvo algunos contactos profesionales con el MI6 –me temo que no está entre las costumbres de esa institución desclasificar su lista de colaboradores–, se paseó por lado oscuro del África de la era de los mercenarios y jugó a adoptar varias identidades para documentar sus libros. Todo eso lo contó en un libro autobiográfico: El intruso. Mi vida en clave de intriga. (Aunque a mí, la verdad, me interesan mucho más sus novelas).

Más en breve, en una entrevista de hace un par de años esbozó un epitafio en dos frases: «Amó a su país e hizo lo que pudo». De política habló bastante –tenía una columna un tabloide–, siempre con una innegable inclinación tory, aunque sin excesiva profundidad. Le gustó Thatcher, le interesó Blair y recibió con los brazos abiertos a Boris Johnson, aunque acabó decepcionado. Fue un convencido defensor del Brexit, pero sin excesos retóricos. De todas sus páginas, las de ficción y las de análisis, se desprende un eterno escepticismo ante el poder, una de las credenciales del conservadurismo clásico británico.

De El día del Chacal sacó Fred Zinnemann una película espléndida, la de 1973, que replicó a la perfección el tono de su modelo literario. La versión de 1997, con Bruce Willis y Richard Gere, se la pueden saltar si quieren. Recientemente se ha estrenado una serie que, aunque con ciertas licencias, regresa el sabor del original. Odessa y Los perros de la guerra tienen también adaptaciones más que dignas. Otras han tenido menos suerte.

Se ha muerto un tipo empeñado en hacer nuestra vida más divertida con sus libros y, ya puestos, en ganar mucho dinero con ello, sin darnos la brasa con ninguna causa más o menos justa ni epatarnos con su estilo. Y a mí esos tipos me caen bien. Aunque me hagan sentirme culpable por simpatizar con un letal asesino a sueldo.


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