Richard Ford
Raymond Carver
Las amistades literarias son un asunto complejo, tramposo, a menudo volátil y mal comprendido por sus protagonistas. Lo típico es que giren en torno a cuestiones acerca de las cuales ambas partes se sienten probablemente muy poco seguras, pese a que es probable que, dada su importancia, su deseo apunte exactamente en sentido contrario: al carácter y el destino de la propia escritura. Lo normal es que terminen en absurdas equivocaciones, confusiones imposibles de disipar y profundas rivalidades, a menudo tan incompatibles con la amistad que nunca se corrigen.
Sin embargo, Ray y yo nunca experimentamos nada de esto. Yo más bien disfruto con la confrontación, pero Ray la odiaba. Con el tiempo, le vi llegar a extremos ridículos con tal de evitar las controversias: con Gordon Lish, su editor; con un agente al que quería despedir (yo fui el intermediario); o con el director Michael Cimino, cuando su acuerdo para que Ray escribiera un guión basado en la vida de Dostoievski se fue al garete y uno quedaba en deuda con el otro. Para Ray el colmo de la felicidad era cuando él era feliz y también lo eras tú, lo cual no siempre se da en los seres humanos. Y como él me gustaba, fue más fácil concentrarnos en el acuerdo. En consecuencia, por una informal y mutua deferencia que a veces parecía mera cortesía, él evitaba lo que yo no siempre era capaz de evitar con la mayoría de mis amigos escritores, esto es, estallidos de mal humor, sentimientos hirientes, separaciones tristes, la firme resolución de no volver a hacer nunca más ningún esfuerzo extra por una persona, duras lecciones acerca de la confianza y la rivalidad (soy de fiar; no soy un rival) que vuelven a ser objeto de doloroso aprendizaje con cada uno de los amigos, incluidos los que han seguido siéndolo hasta hoy.
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