14 de agosto de 2022
Estirado en la vieja mecedora entrecerré los ojos. Vaya a saber por qué el nombre y la imagen de Gila, un grande del arte popular, se acercó a mi memoria. El silencio de la nocturnidad, seguramente, lo ayudó a llegar hasta mí. Sonreí. Su imagen, vestido de soldado, con un viejo teléfono sobre una pequeña mesa, completaba el recuerdo visual. “¿Hablo con el enemigo? Que se ponga”.
Antes de que finalizara el siglo pasado, conversé algunas horas con Gila en Barcelona, donde aquel madrileño decidió que habría de morir. Humorista, escritor, dibujante de historietas, actor, enorme observador social, me permitió escuchar de su boca cuando sobrevivió a un fusilamiento que lo tuvo como condenado a muerte, junto con otros “rojos” combatientes en el Ejército Popular de la República, cuando la dictadura franquista.
“Los que debían fusilarnos a quienes éramos prisioneros estaban borrachos. No pudieron apuntar y cuando hicieron fuego, creí que lo mejor era hacerme el muerto para sobrevivir. Y así fue”, contó sin ninguna sonrisa.
Aunque la anécdota da para la carcajada, sin dudas, aquel recuerdo era de una época negra de la historia española. El Viso de los Pedroches, Córdoba, supo de qué se trata saber que habrás de morir, aunque no sucedió. “Siempre fui socialista. Hasta 1938, cuando me hicieron prisionero en Extremadura”, agregó.
Cuando apenas comenzaban los años 60, Gila se exilió en la Argentina porque, según él mismo lo dijo, estaba “atragantado de dictadura”. Y si bien en ese país fijó su residencia, llevó su arte y su oficio de escritor a México, a Venezuela, pero de la mano de un enorme conductor de televisión, músico y periodista argentino, Nicolás “Pipo” Mancera, alcanzó gran popularidad en el país de acogida. “Era un grande que tuvo una vida terrible”, dijo Pipo mientras compartíamos un café –de periodista a periodista– en el bar La Paz, un mítico reducto de la porteñidad trasnochada desde muchas décadas. “Django me avisó que estaba aquí y rápidamente lo busqué para ofrecerle trabajo y aceptó”. Gila –en este país colmado de españoles a los que, sin importar de dónde fueren por nacimiento, se los llama “gallegos” o “gallegas”– devino en una suerte de argentino más. Lo saludaban por la calle y él respondía a todos y a todas. Su expresión ya mencionada “¡que se ponga!” se popularizó y en algunas generaciones de personas mayores aún aplica.
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