domingo, 25 de junio de 2023

Triunfo Arciniegas / Diario / Orgía de sangre

 





Triunfo Arciniegas
ORGÍA DE SANGRE

    En 1992, con All the Pretty Horses, traducida como Unos caballos muy lindos y Todos los hermosos caballos, Cormac McCarthy inaugura la Trilogía de la Frontera, que completará con En la frontera y Ciudades en la llanura. Ese primer volumen de la trilogía tuvo suerte con la crítica y los lectores, y muy poca con el cine. De La carretera y No es país para viejos, por el contrario, se hicieron dos excelentes películas.
    Considerada en 2006 por The New York Times como una de las cinco mejores novelas de los últimos 25 años, y según Harold Bloom, una de las mejores novelas norteamericanas de todos los tiempos, Meridiano de sangre le quedaría como anillo al dedo a Quentin Tarantino, y el papel del juez Holden, ese espantoso y retorcido personaje, uno de los más terribles y malvados de la literatura, le encantaría a un actor tan extraordinario como Christoph Waltz. La novela es una orgía de sangre. Una mezcla de horror, imágenes delirantes y situaciones estrambóticas, carnavalescas y apocalípticas. Casi no hay capítulo sin matanza. Sin una carnicería descrita con absoluta precisión. Matanzas y huidas al borde de la muerte: o los soldados persiguen a los indios o los indios persiguen a los soldados, con igual sevicia, en terrenos inhóspitos. La extinción es mutua. Al final sólo quedan el chaval y el juez, los pilares fundamentales de la estructura novelística. De este muchacho nunca conocemos su nombre. En muchas páginas de la novela el lector experimenta la desoladora sensación de que mundo ha terminado. Pero la maldad crece, terca como una flor sobre una piedra, y la trama continua. Los ejemplos son numerosos, infinitos, pero basta con mencionar un árbol del quinto capítulo. O una manada de lobos.
    Ahora los seguían grandes lobos pálidos de ojos amarillos que trotaban con primoroso paso o se agazapaban en el rielante calor para observarlos cuando se detenían a mediodía. Avanzaban otra vez. Galopando, acercándose cautelosos, andando despacio con su largo hocico pegado al suelo. Al atardecer sus ojos saltaban y guiñaban desde el borde de la luz que arrojaba el fogarín y por la mañana al reemprender el camino en la fría penumbra los jinetes los oían gruñir y dar dentelladas detrás de ellos cuando asaltaban el campamento en busca de restos de carne. pp. 58-59
En esta imagen de los lobos, de contenida violencia, traducida al español con admirable acierto por Luis Murillo Fort, aún hay equilibrio entre la poesía y el deslumbramiento. Unas páginas más
    
    Partieron (los jinetes) con la primera luz del alba mientras los lobos salían de los portales y se disolvían en la niebla de las calles. p. 78

Hay otra escena donde se evidencia la eficacia del estilo de Mc Carthy: precisión, ritmo, aterradora belleza:

Caminaron hasta el anochecer y durmieron en la arena como perros y llevaban un rato durmiendo así cuando algo negro llegó aleteando desde lo más oscuro y se posó en el pecho de Sproule. Largos dedos apuntalaron las alas membranosas con que mantenía el equilibrio mientras andaba por encima de él. Tenía la cara chata y arrugada, perversa, los labios crispados en una horrible sonrisa y los dientes azul claro a la luz de las estrellas. El animal se inclinó. Dibujó en el cuello de Sproule dos estrechos surcos y replegando las alas empezó a beber su sangre.
No con suficiente suavidad. Sproule despertó y levantó una mano. Luego chilló y el murciélago agitó las alas y cayó sentado encima de su pecho y se incorporó de nuevo y silbó y castañeteó los dientes.
El chaval se había levantado y se disponía a arrojarle una piedra pero el murciélago dio un brinco y se perdió en la oscuridad. Sproule se tocaba el cuello y gimoteaba histérico y cuando vio al chaval mirándole allí de pie extendió hacia él acusadoramente sus manos ensangrentadas y luego se las llevó a las orejas y gritó lo que parecía que él mismo no iba a poder oír, un aullido lo bastante atroz para hacer una cesura en el pulso del mundo. Pero el chaval se contentó con escupir al espacio oscuro que había entre los dos. Conozco el paño, dijo. En cuanto os duele algo ya os duele todo. pp. 83-84
No mencioné al murciélago al presentar la cita para no echar a perder el efecto en el lector, que experimenta la misma sorpresa que Sproule. En el primer párrafo el animal se posa sobre el pecho de Sprole y es descrito casi como un demonio. En el segundo, Sproule despierta. El tercero es como un desenlace. El narrador va paso a paso, certero e implacable, y el lector recibe los golpes uno tras otro, sin saber cómo ni de dónde proceden. McCarthy, como un boxeador en la cúspide del oficio, sabe lo que hace.
    Pero en la escena del árbol sólo queda el horror, nada más que el horror:
Siguieron el terreno pisoteado por los guerreros y a media tarde encontraron un mulo desfallecido que había sido alanceado y dejado por muerto y luego se toparon con otro. El sendero se estrechaba entre unas rocas y al poco rato llegaron a un arbusto del que colgaban bebés muertos.
Se detuvieron codo con codo, tambaleándose al asfixiante calor. A aquellas pequeñas víctimas, habría siete u ocho, les habían hecho agujeros en el maxilar inferior y así colgaban por la garganta de las ramas rotas de un mezquite mirando ciegos al cielo desnudo. Calvos y pálidos e hinchados, larvas de un ser inescrutable. Los náufragos continuaron, miraron hacia atrás. Nada se movía. Por la tarde arribaron a un pueblo en la llanura de cuyas ruinas aún salía humo y todos sus habitantes estaban muertos. Desde lejos parecía un horno de ladrillos derruido. Permanecieron a cierta distancia escuchando un buen rato el silencio antes de entrar. (p. 74)


Cormac McCarthy
Meridiano de sangre
Editorial Debate, Madrid, 2001


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