miércoles, 2 de octubre de 2019

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Don Winslow
MAGDA

A los sinaloenses les gusta jactarse de que su montañoso estado produce dos cosas hermosas en abundancia: amapolas y mujeres.

Magda Beltrán es sin duda una de estas últimas.



A sus veintinueve años, alta, de piernas largas y ojos azules, Magda es una mezcla de los nativos mexicanos y de los suizos, alemanes y franceses que emigraron a Sinaloa en el siglo XIX.


Siete sinaloenses han sido coronadas Miss México.

Magda no fue una de ellas, pero sí fue Miss Culiacán.

Participaba en concursos de belleza desde que tenía seis años y ganó la mayoría de ellos. Así despertó el interés de representantes, productores de cine y, por supuesto, narcos.

Magda no era ajena a ese mundo.

Su tío era un traficante de la vieja Federación y dos primos suyos habían sido sicarios de Miguel Ángel Barrera. Habiéndose criado en Culiacán, conocía a traficantes, igual que el resto de la población.

Tenía diecinueve años cuando empezó a salir con ellos.

Los narcos rondan a las reinas locales de la belleza como buitres volando en círculos. Algunos incluso patrocinan sus propios narcoconcursos de misses para dar a conocer talentos. Cuando otros directivos de certámenes de belleza manifestaron su preocupación por que las chicas se asociaran con traficantes de drogas, un cómico local preguntó: «¿Y por qué no quieren que esas mujeres representen al producto más importante del estado?».

Es una combinación natural: las chicas son atractivas y los narcos tienen dinero para colmarlas de cenas exquisitas, ropa, joyas, vacaciones caras, balnearios, tratamientos de belleza…

Magda lo aceptaba todo.

¿Por qué no?

Era joven y hermosa y quería pasarlo bien, y si uno quería pasarlo bien en Culiacán, si quería salir con los cachorros —los niños de la jet-set, hijos de los barones de la droga—, debía ir donde estaba el dinero.

Además, los narcos eran divertidos.

Les gustaban las fiestas, la música, los bailes, los conciertos y las discotecas.

Si ibas del brazo de un narco, no hacías cola detrás del cordón. Te lo abrían y te invitaban a pasar a la sala VIP, donde servían Cristal y Dom Perignon, y los propietarios, si es que no lo era el propio narco, acudían a saludarte personalmente.

Algunas se enredaban con los narcos más viejos, que se obsesionaban con ellas, pero Magda evitaba esa trampa. Vio lo que les ocurría a algunas chicas un poco mayores que ella: un chaca, o jefe, de cincuenta años se enamoraba, la convertía en su amante y se aseguraba de que no se le acercara ningún otro hombre, en especial si era joven y atractivo. A veces se «casaba» con ella en una falsa ceremonia, falsa porque ya estaba casado (al menos una vez). La pobre chica desperdiciaba su juventud encarcelada en una casa de lujo hasta que el narco iba a la cárcel, era asesinado o simplemente se hartaba de ella.

Entonces tenía dinero, sí, pero también remordimientos.

Magda no tenía ninguno.

Tenía diecinueve años cuando Emilio, un prometedor traficante de cocaína de veintitrés años, asistió a uno de sus desfiles, la deslumbró y se la llevó a la cama. Era guapo, divertido, generoso y buen amante. Se imaginaba casándose con él y teniendo hijos cuando dejara el mundo de la moda.

Magda se sintió desolada cuando Emilio fue a prisión, pero, por aquel entonces, estaba compitiendo por ser Miss Culiacán y se ganó las atenciones de Héctor Salazar, un socio de su tío, aunque más joven que este. Héctor envió a su camerino una docena de rosas con un diamante dentro de cada una, esperó educadamente en la sombra mientras era coronada y después la llevó a Cabo.

Emilio era un niño; Héctor un hombre. Emilio era gracioso y Héctor se tomaba en serio el negocio y a ella. Emilio había sido un amor adolescente —el primero y, por tanto, hermoso en ese sentido—, pero con Héctor era distinto, dos adultos labrándose una vida juntos en un mundo adulto.

Héctor era muy tradicional; después de Cabo, fue a pedir la mano de Magda a su padre. Estaban planificando la boda cuando otro narco que también se tomaba muy en serio los negocios le metió a Héctor cuatro balas en el pecho.

Técnicamente, Magda no era viuda, pero en cierto modo lo era y se esperaba que actuara como tal. Estaba destrozada, lo sabía, pero también sabía que, en algún lugar, en una parte secreta de su mente, se sentía un poco aliviada por no tener que adoptar el papel de esposa y probablemente el de madre a tan temprana edad.

También descubrió que el negro le sentaba bien.

Jorge Estrada, un colombiano que había sido proveedor de cocaína de Héctor, asistió a su funeral y la vio. Era un hombre respetuoso, así que esperó lo que a su juicio era un tiempo prudencial antes de realizar un acercamiento.

Jorge la llevó al hotel Sofitel Santa Clara, en Cartagena, y, aunque a sus treinta y siete era mayor que Emilio y Héctor, era igual de atractivo, pero de una manera viril, no aniñada. Y Héctor tenía dinero, pero lo de Jorge era una riqueza generacional, como se suele decir, y la llevó a su finca en el campo y a su casa de la playa en Costa Rica. La llevó a París, a Roma y a Ginebra, y le presentó a directores, artistas y gente importante.

Magda no era una cazafortunas.

El hecho de que Jorge fuera rico era solo un añadido. Su madre, como han hecho generaciones de madres, decía: «Es igual de fácil enamorarse de un rico que de un pobre». Jorge le regalaba cosas —viajes, ropa, joyas (muchas joyas)—, pero no le regaló ningún anillo.

Magda no preguntó, no exigió, no importunó, ni siquiera insinuó, pero, después de tres años con él, tuvo que plantearse por qué. ¿Qué no estaba haciendo? ¿Qué estaba haciendo mal? ¿No era lo bastante hermosa o sofisticada? ¿No era lo bastante buena en la cama?

Finalmente le hizo la pregunta. Una noche, acostados en una suite en una playa de Panamá, le preguntó adónde iba aquella relación. Ella quería casarse y tener hijos y, si él no, tendría que seguir con su vida. Sin rencores; había sido maravilloso, pero tendría que seguir adelante.

Jorge sonrió.

—¿Seguir adónde, cariño?

—Volveré a Culiacán y me buscaré un buen mexicano.

—¿Esas criaturas existen?

—Puedo tener al hombre que quiera —respondió—. El problema es que te quiero a ti.

Él también la quería, dijo. Quería darle un anillo, una boda, niños. Pero… el negocio no había ido bien últimamente… un par de envíos interceptados… deudas impagadas… pero cuando se hubieran solventado esos pequeños reveses… esperaba retomar el asunto.

Solo había un pequeño inconveniente.

Necesitaba ayuda.

Había cierta cantidad de dinero en efectivo en Ciudad de México. Podía ir él mismo, pero allí las cosas estaban… difíciles… por el momento. Pero si iba ella, quizás a visitar a su familia, ver a sus amigos y recoger el dinero y traerlo en avión…

Magda lo hizo.

Sabía dónde se metía. Sabía que estaba cruzando la línea entre la asociación y la participación, entre salir con un traficante de drogas y blanquear dinero. Lo hizo de todos modos. Parte de ella sabía en el fondo que estaba utilizándola, pero otra parte quería creer en él, y había aún otra parte que…

… quería participar.

¿Por qué no?

Magda se crio en la pista secreta, se curtió en el negocio gracias a Emilio y aprendió mucho más, y a un nivel mucho mayor, por el mero hecho de estar con Jorge. Tenía experiencia y cerebro. ¿Por qué limitarse a ser un florero del brazo de un narco?

¿Por qué no podía ser una narca?

¿Una chingona, una mujer poderosa?

Otras mujeres, aunque pocas, lo habían hecho.

¿Por qué ella no?

Así que, cuando Magda preparó dos maletines con cinco millones de dólares en efectivo y se dirigió al Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, no sabía, ni entonces ni luego, si iba a entregar el dinero a Jorge o si iba a robárselo y fundar su propio negocio. Tenía un billete a Cartagena y otro a Culiacán, e ignoraba cuál iba a utilizar. Podía ir a Colombia y comprobar si Jorge verdaderamente pensaba casarse con ella o regresar a Sinaloa y desvanecerse en la cuna protectora de las montañas, donde Jorge nunca osaría ir a reclamar su dinero (¿Qué iba a hacer? Si alegaba que la policía se lo había confiscado, ¿qué podía hacer él?)

Nunca tuvo la oportunidad de decidir.

Los federales la detuvieron cuando entraba en la terminal.

Ya podía decir a Jorge que la policía había confiscado el dinero. Delante de las cámaras anunciaron a bombo y platillo el decomisado de un millón y medio de dólares y la detención de una «importante blanqueadora de dinero que trabajaba para los cárteles colombianos».

A los medios de comunicación les encantó.

La fotografía de la ficha policial de Magda se vio en todas las portadas y en la televisión, combinada con imágenes suyas detenida y en el estrado, donde apareció tocada con una diadema. Los presentadores de los noticiarios sacudían la cabeza y soltaban sermones dirigidos a otras jóvenes tentadas por el narcomundo de «ostentación y glamur».

Incluso algunos periódicos estadounidenses se hicieron eco con titulares que decían «La cazadora cazada» o «Cerco a la bella».

A Magda no le divertía tanto, aunque los interrogatorios policiales fueron ridículos. A los federales no les interesaba qué hacía en el Aeropuerto Benito Juárez con cinco millones de dólares en efectivo, sino qué hacía en el Aeropuerto Benito Juárez con cinco millones de dólares en efectivo sin pagarles a ellos primero.

Reconoció que había sido un error ingenuo, que debería haber sido más lista y, si tuviera que hacerlo otra vez —es decir, si le diesen la oportunidad de hacerlo otra vez—, procedería de ese modo.

Ello la llevó directamente a la siguiente batería de preguntas. ¿Tenía más dinero?

No lo tenía.

Magda tenía varios miles de dólares en el banco, algunas joyas en los dedos y alrededor del cuello y algo en una caja fuerte en Culiacán, pero eso era más o menos todo. ¿Acaso no les bastaba con robarle tres millones y medio de dólares?

Por lo visto no.

Le permitieron llamar a Jorge para ver si podían negociar algo, pero no cogió el teléfono. Al parecer, había emprendido un largo viaje por el sudeste de Asia.

«Qué mala suerte», dijeron los federales en tono compasivo.

Mala suerte para ellos, peor aún para ella. Acabó siendo acusada y condenada por varios delitos de blanqueo de dinero, asesoramiento y complicidad con un jefe de la droga y tráfico de estupefacientes.

El magistrado le impuso quince años en una cárcel de máxima seguridad.

Como ejemplo para otras jóvenes.

Su internamiento en el CEFERESO II fue brutal.

De los quinientos reclusos del bloque, tres son mujeres, así que Magda era una chuchería, y más tratándose de una (antigua) reina de la belleza. La desnudaron, la «registraron internamente» en numerosas ocasiones para evitar el contrabando, la frotaron con desinfectante y la rociaron con una manguera. La empujaron, le dieron codazos, la cachearon, la golpearon y le hablaron una y otra vez de las múltiples violaciones en grupo que la aguardaban dentro, tanto por parte de guardias como de reclusos. Cuando la llevaron al COC, ataviada con un chándal de hombre, estaba casi catatónica de terror.

A su paso, los otros convictos le dedicaron «halagos» y amenazas.

Es entonces cuando la ve Adán.

Don Winslow
El cartel
Barcelona, RBA, 2015, p. 67-52




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