Llegó con una sombra bonita y reluciente que nos encandiló. Era alto y delgado, de gestos femeninos y voz apenas audible. Habló poco, sin entusiasmo, como si sólo tratara de hacernos un favor.
-Ya
la tengo vendida –dijo, sacudiendo la sombra como quien desempolva un tapete-.
Pero no quiero esperar hasta mañana.
-No
tenemos dinero -dije.
-Entonces
no hay nada que hacer.
-Pero
podemos reunirlo -dijo mi mujer, Carmencita, la mata de la impaciencia.
-¿Todo?
-Casi
todo –dijo mi mujer.
El
hombre se rascó el mentón, enrolló la sombra y la guardó en el maletín. Se
levantó para despedirse.
-Aunque
hay otra manera, señora -dijo.
Esperamos
con el alma colgada de un hilo.
-Le
puedo recibir su vieja y gastada sombra.
Pensé
que mi mujer, tan quisquillosa, diría: “Vieja y gastada, su abuela”. Pero no.
-¿Por
cuánto? –dijo.
-Por
la mitad, imagínese. Es decir, mi querida señora, si me llevo su sombra, le
dejo la mía a mitad de precio. ¿No es razonable?
-Es
razonable -dijo mi mujer, con la boca hecha agua.
No tuve tiempo de recordarle a mi querida señora
que los pobres no podemos darnos el lujo de cambiar de sombra. Nacemos y
morimos con la misma. Pero la conocía
bien. Cierto brillo en los ojos delataba su ansiedad y no tenía ganas de
alborotar el avispero. El hombre debió advertir el mismo brillo, pues prometió
pasar más tarde.
Nos
dedicamos a la penosa tarea de reunir el dinero. El compadre Jairo Aníbal me debía unos pesos desde
marzo. A Juana María le habíamos vendido
un perro. Acababa de pintarle toda la casa a Trinidad Santiago y me debía la
mano de obra. Acudí a todos, con razones urgentes, calamidades, extravagancias,
con los argumentos que consideré más convincentes, menos con el despreciable
motivo de una sombra nueva para mi mujer, y reuní una bonita suma, bonita pero
insuficiente.
Volví
a casa. No sé de dónde pero mi mujer tenía el resto.
Hicimos
el negocio como a las seis de la tarde en un parpadeo.
No
lo podía creer: mujer con sombra nueva. Teníamos que celebrar. Mi mujer propuso
que saliéramos a bailar a Decamerón y no me pareció buena idea. En la oscuridad
de una discoteca no se podrían apreciar las virtudes de la sombra. Además, nos
habíamos quedado sin dinero, y Decamerón tenía unos precios como para caerse de
espaldas. Nos conformamos con un paseo gratuito por el parque, a la hora de la
retreta. La banda municipal aporreaba pasodobles. Mi mujer parecía una niña con
muñeca nueva. Pocas veces la había visto tan feliz. Daban ganas de robarle
besos. Durante toda la retreta, esa pequeña fiesta de los sábados, todo mundo
se deslumbró con Carmencita, que no le pasaban los años, que qué vestido tan
bonito, que si se tiñó el cabello, que si no sé qué más, y era que estrenaba
sombra.
La
mujer de Emiliano, la negra Nieves, se veía divina. Qué mujer.
Y
también la hermana del cojito Abelardo, Almendra Colmenares.
Todos
vanidosos, Emiliano y Abelardo brincaban entre la gente.
No dije nada, por supuesto: mi mujer era la más
bonita. La reina. Carmencita Rosales de Agua de Dios. Yo soy Juan Agua de Dios,
pintor de brocha gorda, ajedrecista aficionado y acuarelista anónimo.
Volvimos
felices a casa, dándonos besos, como enamorados recientes, y entonces pensé que
el gasto había valido la pena.
Mi
mujer se levantó tarde el domingo. Salí a comprar el periódico y a charlar con
los amigos. Cuando regresé, poco después del mediodía, todavía no había
almuerzo. A mi mujer le dolían los huesos. Había pasado la mañana en la cama,
hablando por teléfono con la negra Nieves, la mujer de Emiliano. Aún estaba en
bata y pantuflas.
Dije
que no tenía hambre, pero pasé por la nevera y alivié con algunas frutas el
clamor de las tripas mientras mi mujer terminaba un sancocho de pescado. Leí el
periódico, almorcé solo, fui donde el flaco Antonio y perdí una partida de
ajedrez. Volví a casa y encontré a mi mujer en la cama, triste, con los
párpados morados de la tristeza. La invité a salir y no quiso. A un helado y no
quiso. Le preparé un caldo de hueso y se negó a probarlo.
-Mañana
vas al médico -dije.
Salí
a caminar un rato y me encontré con Emiliano. Conversamos y pronto dimos con el
tema de mi mujer.
-Amaneció
con la depre.
-¿Con
quién?
-La
depresión. Volando bajo. Triste y con dolor de huesos. Y pensar que ayer
estábamos tan felices.
-Lo
mismo digo -dijo Emiliano-. Mi negra amaneció rara, alicaída. ¿Por casualidad
no le compraste sombra nueva a Carmencita?
-De
contado -dije-. Carmencita dio su propia sombra en parte de pago.
-El
hombre nos dijo que era la única que le quedaba y que ya la tenía vendida
–contó Emiliano, rascándose la cabeza-. Aceptó la sombra de Nieves y nos rebajó
el cincuenta por ciento. Pobre negra. ¿Has visto a la hermana del cojo
Abelardo?
-Sí.
Preciosa, ¿verdad?
-Creo
que Abelardo le compró una sombra.
Fuimos
a casa de Abelardo Colmenares y comprobamos la sospecha. La misma depresión, el
mismo dolor de huesos. El mismo vendedor. El mismo negocio. En ese momento la
hermana de Abelardo, Almendra, descalza y despeinada, con la lánguida belleza
de los diecisiete, salió de su cuarto y atravesó el patio, en dirección al
baño.
-Esa
porquería de sombra tiene huequitos -dijo.
El
cojito Abelardo se aporreó la cabeza contra la pared.
-No
es tu culpa –dije.
Le
pedí prestado el teléfono y llamé a casa. Otra sombra agujereada. Emiliano
llamó a su mujer y la misma historia. Imaginé las sombras desbaratándose como
telarañas.
-¿Y
ahora qué hacemos? -dijo Abelardo, mordiéndose las uñas.
-Ya
sé cuál es el negocio -dijo Emiliano-. El hombre vende sombras de pacotilla a
los bobos y luego vende las sombras de los bobos en el extranjero.
-Vamos
a buscarlo -propuse.
-Lo
vi salir del Hotel Victoria -dijo Abelardo.
En
el hotel nos informaron que el hombre, Agustín Veredas, había dejado el cuarto
a mediodía, a toda prisa, perseguido por dos hombres vestidos de negro.
Preguntamos si nos permitirían registrar el cuarto.
-La
camarera ya hizo la limpieza pero pueden pasar. El señor Veredas, por el afán,
olvidó su maletín.
Solicitamos
el maletín y tratamos de abrirlo. Aunque no pesaba mucho, podía contener las
sombras, que carecen de peso. Tratamos de abrirlo con todas las llaves del
hotel y todas las nuestras, con ganzúas improvisadas, temerosos de lastimar el
contenido. “Necesitamos unas palabras mágicas”, suspiró Abelardo, más ingenuo
que nadie. Al final, pendientes del hilo de la esperanza, en vez de conjuros
buscamos un cerrajero y, por suerte, dimos con las sombras. No había dinero.
Sólo fotografías de hombres maduros, casi todos con sombrero y bigote, y un
pasaporte, con sellos de todos los países, que confirmó las sospechas de
Emiliano.
No
había tiempo que perder. Emiliano fue corriendo a su casa con la sombra de su
mujer y Abelardo cojeó hasta la suya con la sombra de su hermana. Cuando llegué
a la mía, Carmencita, casi sin sombra, navegaba en un mar de lágrimas. Se puso
la sombra propia y con la escoba recogió los pedacitos de la otra y los arrojó
a la basura. Estaba tan cansada que se durmió de inmediato.
No
volvimos a ver al vendedor. Unos días después encontré su foto en el periódico.
La noticia decía que dos desconocidos habían asaltado a Agustín Veredas en una
calle de Bogotá y le habían dado muerte. Nada decía del negocio de las sombras.
Beatriz Helena Robledo / Triunfo Arciniegas vuelve y juega
Triunfo Arciniegas / El vendedor de sombras
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