BREVE NOTA SOBRE LA ESTUPIDEZ
2 DE SEPTIEMBRE DE 2011
Esta madrugada salí a caminar con los perros, Pedrillo y Michelle, por la corta autopista que da comienzo a la carretera que va de Pamplona a Chitagá y Málaga: no son más de quinientos metros. Un imbécil llegó a practicar carreras cuando apenas empezábamos el trayecto. Aceleraba y marcaba la curva, dentro de la misma autopista, a toda velocidad. Oí el chirrido de los neumáticos sobre el pavimento. A esta hora es frecuente ver a los muchachos que han pasado la noche parrandeando con sus amigos y sus novias. Beben los últimos tragos, dormitan o escuchan música a la orilla de la carretera. Tristes, patéticos, perdidos. El auto hizo dos o tres recorridos más mientras continuaba mi caminata con los animales (me refiero a los que iban conmigo y no a los que se ocultaban dentro del automóvil): Pedrillo a mi izquierda y Michelle a mi derecha, con sus respectivas correas. En un momento coincidimos. El auto hizo la curva a toda velocidad, se salió de la vía y se nos vino encima. Atropelló a Pedrillo, que comenzó a ladrar. Pateé el auto y le dije al conductor: “Malparido, hijo de puta, ¿está jugando con la vida?” Pensé que se bajaría a ver qué había hecho o a pelear conmigo por la patada, pero se dio a la fuga. Era un muchacho, un fanfarrón que impresionaba a su novia y a sus amigos. Vi su rostro pero no grabé sus rasgos. Tampoco vi cuántos eran. Ni mucho menos la placa del vehículo. Revisé a Pedrillo y no le encontré ninguna herida. Avanzamos unos cuantos metros más y luego regresamos a casa. Pedrillo cojeando, Michelle muy tranquila y yo, muerto de rabia. Hubiera podido matarme este imbécil y se habría dado a la fuga, por supuesto. Qué muerte más imbécil hubiera sido.
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