domingo, 7 de junio de 2020

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Marc Behm
PASAR LA PÁGINA


    Conoció a Chuck Estes, el hijo del petrolero Bertie Estes, que había sido una de las arpías del presidente Johnson. Chuck tenía cuarenta años, de frente estrecha, con la mentalidad de un adolescente perturbado, y varios millones de dólares. Vestía camisas de ante hechas a medida, trajes de cowboy para turistas, un sombrero descomunal y espuelas. Sus amigos lo llamaban Chuck Wagon.
    Ligó con ella en una barbacoa de Liberty. La trajo de vuelta a Houston en su Thunderbird rayado como una cebra, y tomaron unas copas en el Longhorn Grill.
    —¿Así que eres de Los Ángeles? —Su conversación era tan plana y estéril como una pradera—. Es un pueblo movidillo de puta madre. Ahora tenemos oficina allí. Todo el piso de un edificio en Sunset Boulevard. Fui allí el mes pasado. Volé a San Diego y me dije: «Bueno, qué demonios, más vale que suba a Los Ángeles y que vea un poco de acción». Me quedé dos semanas y media. Me alojé en el hotel Beverly Wilshire. Vi una movida de puta madre. Las paredes no paraban de temblar. «¿Qué es eso?», le pregunté a un muchacho del ascensor. «Un terremoto», me contestó. «Un día de estos la ciudad entera se va a partir por la mitad como una sandía.» ¡Y, toma ya! ¡Abajo, en el vestíbulo, va y se cae al suelo un enorme pedazo del techo! Me dije: «¡Eh!». Subí a un taxi y me dirigí volando a la oficina. Sin embargo, allí estaba todo en orden, excepto… ¡Eh, camarero! ¡Dos más aquí, por favor! Excepto todas las ventanas, que estaba hechas polvo. Nos costó mil quinientos dólares instalar nuevos cristales. Los Ángeles; no, gracias. Nueva York es mi ciudad. ¡Ése sí que es un lugar de primera! ¡Cualquier cosa, a cualquier hora, en cualquier lugar! «Nueva York y Los Ángeles», solía decir mi padre. «Dos apoyalibros para el vacío.» ¿Qué es esto que fumas? ¿María? Giitans. Déjame probar uno. —Luego su atención vagó hacia el otro lado de la habitación, hasta una chica sentada en el bar con un vestido con la espalda al aire—. Discúlpame —le dijo—. Y fue hacia ella.
    Y así es como sucedió; de una forma casual y cruel. Comenzaron a reírse juntos. Él la invitó a una copa.
    Joanna esperó a que él regresara a la mesa. No lo hizo. Se quedó allí sentada durante tres cuartos de hora. Él ni siquiera la miró una sola vez. Simplemente se olvidó de que estaba allí. Los labios se le habían puesto blancos de la rabia. Pidió otro coñac. Las parejas que estaban sentadas en las otras mesas la miraban sonriendo.
    El Ojo también la observaba, esperando que no se emborrachara y montara un escándalo. No lo hizo. Simplemente se marchó.
    Y pasó página.


Marc Behm, La mirada del observador, cap.16



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