miércoles, 10 de junio de 2020

Casa de citas / George V. Higgins / Nancy Williams

Ilustración de Sylvain Coulombe


George V. Higgins
NANCY WILLIAMS

     Robert Biggers se sentó a su escritorio y no fingió que trabajaba. Su mente corría furiosa sin dirección aparente. A medida que fueron llegando los tres cajeros, los dejó entrar y dio la misma explicación a cada uno: «Nos están atracando. Esperan a que se abra la apertura retardada. No hagáis ruido ni intentéis nada», y fue haciéndolos pasar al vestíbulo.
    Nancy Williams fue la única que no obró con calma. Tenía diecinueve años y había terminado el instituto el mes de junio anterior.
    —Me estás tomando el pelo —dijo, con los ojos como platos.
    —No —dijo Biggers.
    —¿De veras que están aquí? —dijo la chica.
    Se encontraban en el pasillo, al lado del guardarropa. Mientras hablaban, uno de los hombres se había acercado a ellos sin hacer ruido. Nancy Williams se volvió y vio el revólver negro.
    —Dios mío —dijo.
    Robert Biggers sintió un furioso instinto de protegerla. Tres jueves por la noche, después del cierre de las ocho de la tarde, había llevado a Nancy Williams a cenar al Post House. La había invitado a unas cuantas copas. Luego, la había llevado a una habitación del Lantern y se la había follado todo lo que había querido. Era joven y tenía las carnes prietas y sus pezones se ponían duros enseguida cuando los pellizcaba.
    —¡Eh! —dijo Biggers.
    —Ve a trabajar, bonita —dijo el hombre. Le señaló el camino con el revólver—. Tú también, vaquero. Se ha acabado perder el tiempo aquí junto al armario.
    Nancy Williams dudó y luego caminó hacia los cubículos de los cajeros.
    —Vaya pedazo de culo —dijo el hombre—. Y tú, ¿te comes algo de eso?
    Robert Biggers lo miró fijamente.
    —Escucha —dijo el hombre—, no me importa lo que hagáis, solo era una pregunta. Y ahora, muévete hacia allí, joder, y ocúpate de tus cosas. Vamos, maldita sea.
    Robert Biggers volvió a su escritorio.


George V. Higgins / Asaltos

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