lunes, 8 de junio de 2020

Casa de citas / Ingmar Bergman / El verano de 1932


Ingmar Bergman
EL VERANO DE 1932

Era una tarde de domingo en la rectoría. Estaba solo en casa con unos deberes de matemáticas irresolubles. Las campanas de la iglesia de Engelbrekt tocaban a muerto, mi hermano había ido al cine, a la matinée , mi hermana estaba en el hospital con apendicitis, mis padres y las sirvientas habían ido a la capilla para celebrar el aniversario de la reina Sophia, fundadora del hospital. El sol de primavera ardía sobre el escritorio, las enfermeras jubiladas que vivían en Solhemmet pasaron en fila india, vestidas de negro, por entre las sombras de los árboles del camino. Yo tenía trece años y estaba castigado a no ir al cine por culpa de los deberes de matemáticas que había dejado sin hacer la noche anterior por escaparme a ver Ragnarök . Aburrido y atontado dibujé una mujer desnuda en el cuaderno. Como siempre he sido un dibujante malísimo, me salió fatal. Tenía unos pechos descomunales y el sexo abierto.
    Yo no sabía mucho de mujeres, y nada de sexualidad. Mi hermano había dejado escapar alguna que otra alusión desdeñosa; los padres y los profesores no decían una palabra sobre el asunto. En el Museo Nacional y en la Historia del Arte de Laurin se podían ver a mujeres desnudas. En verano era posible entrever algún que otro culo o un pecho al aire. Esta falta de información no había representado ningún problema; yo estaba a salvo de tentaciones y no me inspiraba ninguna apremiante curiosidad.
    Un episodio insignificante me había causado cierta impresión. Una viuda de edad madura que se llamaba Alla Petréus, de origen sueco-finlandés, era amiga de mi familia y participaba activamente en el trabajo de la iglesia. Debido a una epidemia ocasional que se abatió sobre la rectoría fui a pasar unas semanas a casa de tía Alla. Vivía en un piso enorme en la Strandvägen con vistas a la isla de Skeppsholmen y a una multitud de barcos de transporte de leña. El ruido de la calle no llegaba a las silenciosas y soleadas habitaciones, que estaban profusamente decoradas en un derroche de art nouveu , muy estimulante para la fantasía.
    No se puede decir que Alla Petréus fuera hermosa. Llevaba unas gafas muy gruesas y su andar era hombruno. Cuando se reía, y lo hacía con frecuencia, le salía saliva por las comisuras de la boca. Se vestía con elegancia y llevaba grandes sombreros que tenía que quitarse en el cine. Tenía la piel fina, cálidos ojos castaños y manos suaves, varios lunares de formas y tamaños diferentes en el cuello y, además, olía muy bien a un perfume exótico. La voz era grave, casi varonil. Yo estaba encantado de vivir en su casa y, por si fuera poco, el camino del colegio se reducía a la mitad. La doncella y la cocinera sólo hablaban finlandés, pero me mimaban mucho y me pellizcaban en los carrillos y en el culo.
    Una noche iba a bañarme. La doncella llenó la bañera y echó en el agua algo que olía bien. Me metí en el agua caliente y me quedé adormecido de placer. Alla Petréus llamó a la puerta y preguntó si me había dormido. Al no recibir respuesta, entró. Llevaba un albornoz verde del que se despojó en seguida.
    Dijo que me iba a lavar la espalda, yo me di la vuelta y ella se metió en la bañera, me enjabonó, me frotó con un cepillo duro y me quitó el jabón con sus suaves manos. Luego me cogió una mano y se la metió entre sus muslos. Yo tenía el corazón latiéndome en la garganta, ella separó mis dedos y los apretó con fuerza en dirección a su sexo. Con su otra mano me cogió el pene, que reaccionó sorprendido y soñoliento. Ella separó con cuidado la piel y fue quitando una especie de amasijo blanco que se había acumulado debajo del prepucio. Todo era agradable y no asustaba lo más mínimo. Me mantenía sujeto entre sus fuertes y suaves muslos y me abandoné sin resistencia y sin miedo a un goce pesado, casi doloroso, que me acunaba.
    Yo tenía ocho años, o tal vez nueve. Tía Alla y yo nos veíamos con frecuencia en la rectoría, pero jamás hablamos de aquello. En ocasiones me miraba a través de sus gruesas gafas y se reía discretamente. Teníamos un secreto a medias.
    Cinco años más tarde este recuerdo se había esfumado casi por completo, pero en el futuro había de convertirse en un pensamiento dolorosamente placentero y vergonzante que se repetía sin cesar, más o menos como la cinta eternamente repetida del cinematógrafo, manipulada por un demonio que me odiaba y deseaba verme atormentado y afligido.
    Había dibujado pues a una mujer desnuda en mi cuaderno azul, la luz del sol quemaba y las enfermeras de Solhemmet pasaban en fila. Me froté con cuidado entre las piernas, me desabroché los pantalones y dejé que asomara una verga azul y roja, levemente temblorosa, que se levantó libre y grande. De vez en cuando la frotaba con cuidado y me resultaba placentero de una manera desconocida que me atemorizaba un poco. Al mismo tiempo seguía dibujando; otra mujer desnuda algo más atrevida que la primera. Pinté una verga para ella, la recorté, hice un agujero entre las piernas de la mujer y se la metí.
    Súbitamente sentí que mi cuerpo iba a explotar, que algo que no era capaz de dominar estaba a punto de salir. Corrí al retrete que estaba al otro lado del vestíbulo y me encerré en él. El placer se había transformado en dolor físico; mi dócil pito, al que siempre había contemplado con un amable pero distraído interés, se había convertido de pronto en un demonio palpitante que emitía agudas radiaciones de dolor hacia el vientre y los muslos. No sabía qué hacer con tan poderoso enemigo. Lo agarré con fuerza con la mano y en ese mismo instante vino la detonación. Para mi consternación empezó a escupir un líquido desconocido sobre mis manos, mis pantalones, la taza del retrete, la rejilla de la ventana, las paredes y la alfombra de felpa azul que había en el suelo. En mi espanto pensé que yo y todo lo que me rodeaba, quedaba sucio de ese lodo desconocido que brotaba de mi cuerpo. No sabía nada, no entendía nada, jamás había tenido eyaculaciones nocturnas, las erecciones habían tenido lugar de repente y habían desaparecido con la misma rapidez.
    Mi sexualidad se apoderó de mí como una descarga eléctrica, incomprensible, enemiga y dolorosa. Aún hoy no sé por qué tuvo que ser así, por qué llegó sin avisar esa profunda transformación corporal, por qué fue tan dolorosa y, desde el primer instante, tan cargada de culpa. ¿Es que a los niños el temor al sexo se nos había introducido a través de la piel?, ¿estaba quizás en nuestro cuarto infantil como un gas invisible y venenoso? Nadie había dicho nada, nadie nos había advertido y menos aún metido miedo.
    La enfermedad o la obsesión me invadió sin compasión; el acto se repetía incesantemente, casi como una idea fija.
    A falta de cosa mejor le pregunté a mi hermano si acaso él había tenido parecidas experiencias. Sonrió con amabilidad y me dijo que tenía diecisiete años y vivía una relación erótica satisfactoria con la profesora que le daba clases particulares de alemán. No quería ni oír hablar de mis porquerías enfermizas. Si deseaba una información más detallada podía consultar lo que significaba masturbación en la enciclopedia médica de la familia. Y lo consulté, claro.
    Allí ponía con toda claridad que masturbación significaba pecado solitario, que era un vicio juvenil que había que combatir por todos los medios, que provocaba palidez, sudores, temblores, ojeras, dificultades de concentración y alteraciones en el sentido del equilibrio. En los casos graves la enfermedad reblandecía el cerebro, atacaba la médula espinal, se manifestaba en ataques de epilepsia, pérdida del conocimiento y una muerte prematura. Con esas perspectivas de futuro seguí con mis manipulaciones en medio del horror y del placer. No tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien preguntar, tenía que estar siempre en guardia, ocultar continuamente mi terrible secreto.
    Presa de la desesperación, volví mis ojos a Jesús y le pedí a mi padre que me dejara asistir a las clases de catequesis un año antes de lo previsto. Mi petición fue atendida y traté de liberarme de mi azote por medio de ejercicios espirituales y plegarias. La noche antes de hacer mi primera comunión traté por todos los medios de combatir mi demonio. Luché contra él hasta muy entrada la madrugada, pero perdí la batalla. Jesús me castigó con un enorme grano infectado en mitad de mi pálida frente. Cuando recibí los sacramentos, se me contrajo el estómago y no vomité de milagro.
    Todo esto resulta hoy un poco cómico, pero entonces era una realidad amarga. ¡Y las consecuencias no se hicieron esperar! El muro que separaba mi vida real y mi vida secreta se fue haciendo cada vez más alto y pronto se volvió insalvable; la ocultación de la verdad, cada vez más necesaria. Mi mundo imaginario sufrió un cortocircuito que necesitó muchos años y la ayuda de muchas personas amables y sensibles para arreglarse. Mi aislamiento se fue haciendo hermético y sospeché que me estaba volviendo loco. Encontré algún consuelo en Strindberg, en el tono burlesco y anarquizante de sus cuentos de Giftas [Casados], Sus palabras sobre la comunión resultaron balsámicas y la historia del alegre calavera que sobrevive a su virtuoso hermano fue reconfortante. Pero ¿cómo coño podía conseguir yo una mujer, una mujer cualquiera? Todos jodían menos yo, que me masturbaba, estaba pálido, sudaba, tenía ojeras y problemas de concentración.
    Estaba además demacrado, andaba cabizbajo, estaba irritable, siempre de mala leche, pendenciero, me enfurecía y gritaba, sacaba malas notas y cosechaba bofetadas a mansalva. Los cines y el lateral del tercer piso de anfiteatro del Teatro Dramático eran mis únicos refugios.



Aquel verano no lo pasamos como de costumbre en «Våroms» sino que fuimos a un chalet amarillo situado al borde de una frondosa bahía en la isla de Smådalarö. Ése fue el resultado de una larga y envenenada lucha habida tras la fachada, cada vez más averiada, del hogar del pastor. Mi padre odiaba «Våroms», odiaba a la abuela y el ahogado calor del interior. Mi madre aborrecía el mar, el archipiélago y el viento que le daba reuma en los hombros. Por alguna razón desconocida había cedido en su resistencia: «Ekebo», en la isla de Smådalarö, fue por muchos años nuestro bucólico lugar de veraneo.
    El archipiélago fue para mí una experiencia perturbadora. Había veraneantes e hijos de veraneantes, muchos de mi misma edad. Eran audaces, hermosos y crueles. Yo tenía la cara llena de granos, iba mal vestido, tartamudeaba, me reía a carcajadas y sin motivo, era una calamidad en todos los deportes, no me atrevía a tirarme al agua de cabeza y hablaba en cuanto podía de Nietzsche, talento que apenas resultaba útil en las rocas de la playa.
    Las chicas tenían tetas, caderas, culos y alegres risas burlonas. Yo me acostaba con todas ellas en mi cálida habitación de la buhardilla, las torturaba y las despreciaba. Los sábados por la noche había baile en el granero de la casa solariega. Todo era igual que en La señorita Julia de Strindberg : la luz de la noche, la excitación, los penetrantes aromas de las lilas y el cerezo aliso, el chirriante violín, el rechazo y la aceptación, el juego y la crueldad. Como faltaban muchachos para el baile de los sábados, me perdonaban la vida y me dejaban ser uno más, pero no me atrevía a tocar a las chicas porque inmediatamente se me empinaba. Por si fuera poco, no sabía bailar y no tardé en ser arrinconado. Amargado y furioso. Herido y ridículo. Aterrorizado y encerrado en mí mismo. Repugnante y lleno de granos. Así era la adolescencia modelo burgués el verano de 1932.
    Leía sin descanso, la mayoría de las veces sin entender, pero era sensible a los acentos: Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Defoe, Swift, Flaubert, Nietzsche y, como ya he dicho, Strindberg.
    Ya no tenía palabras, empecé a tartamudear y a comerme las uñas. El asco que sentía por mí mismo y por el hecho mismo de vivir me ahogaba. Andaba encogido, con la cabeza gacha, lo que me valía continuas reprimendas. Lo curioso es que nunca puse en cuestión mi miserable vida. Creía que tenía que ser así.

Ingmar Bergman
La linterna mágica
Tusquets, Barcelona, 1978, pp. 118-123



No hay comentarios: