George V. Higgins
LA VÍBORA
1
En julio, su mujer y él habían llevado a los niños a New Hampshire y habían alquilado una casita en un lago con forma de paleta de pintor al norte de Centerville. Una mañana, alquiló un bote, un bote de remos de aluminio con un pequeño motor, y llevó a los niños a pescar mientras su mujer dormía. Regresaron sobre las once porque su hijo quería ir al baño. Vararon el bote en la playa y los niños corrieron por la pendiente de gravilla hasta las altas hierbas y cruzaron el campo bajo el sol hasta la casita. Sam cogió un sedal en el que había ensartado cuatro lucios pequeños y lo dejó en la gravilla. Se inclinó a recoger las cañas y la caja de aparejos y el termo de leche y los jerséis, se incorporó con los objetos y se volvió hacia donde había dejado el pescado.
En la gravilla suelta de la arena, a un paso del sedal y los pescados, descubrió una gruesa víbora enroscada. Tenía la cabeza levantada un palmo del suelo y los crótalos de la cola caídos sobre uno de sus gruesos anillos. Había estado nadando, pues tenía las lisas escamas del cuerpo mojadas y brillantes al sol. A lo largo de la piel se repetían regularmente bandas marrones y blancas.
Tenía unos ojos vidriosos y oscuros y sacaba y metía la lengua sin que se notase que abría la boca. La piel de entre las mandíbulas era de color crema. El sol cálido y reconfortante bañaba a la gruesa víbora y a Sam, que fue presa de repetidos escalofríos, y la una y el otro permanecieron inmóviles durante una eternidad, a excepción de la lengua negra y delicada de la víbora, que salía y entraba de la boca de vez en cuando. Sam empezó a marearse. Le dolían los músculos por la posición en la que se había quedado paralizado, casi erguido, con las cosas de los niños y los aparejos en la mano. La víbora parecía tranquila. No emitía ningún sonido. Sam no podía pensar en otra cosa que en su incertidumbre. No sabía si aquellos reptiles atacaban sin hacer sonar el cascabel. Una y otra vez, se recordó que eso no cambiaba las cosas, que el animal realizaría cualquier ritual de ese tipo muy deprisa y seguramente lo alcanzaría antes de que tuviera tiempo de alejarse. Una y otra vez, siguió inquietándolo la misma cuestión. «Oye, mira —le dijo finalmente al animal—. Quédate con el maldito pescado. ¿Me oyes? Quédatelo».
La víbora permaneció en la misma posición durante un buen rato. Luego sus anillos empezaron a tensarse. Sam decidió saltar si el animal avanzaba hacia él. Sabía que si se tiraba al agua, la víbora nadaría más deprisa y no iba armado. La víbora controlaba por completo la situación y se volvió despacio en la gravilla, haciendo crepitar los guijarros con el peso de su cuerpo. Empezó a subir la pendiente, alejándose en diagonal de la casita. Al cabo de un rato, había desaparecido y Sam, con todo el cuerpo dolorido, dejó los objetos en los asientos del bote y empezó a temblar.
2
Cuando le había contado a su mujer lo ocurrido con la víbora, ella quiso marcharse de inmediato y renunciar a los cuatro días que quedaban del alquiler de la cabaña. Y él le dijo: «¿Cuánto llevamos aquí? ¿Nueve días? Esa víbora ha estado aquí toda su vida y es grande; es decir, que su vida ha sido larga. En cualquier otro lugar de Nueva Inglaterra habrá también serpientes. A los niños no los ha mordido, de momento. No hay ningún motivo para pensar que, de aquí al sábado, se pondrá más agresiva. No podemos irnos a vivir a Irlanda solo porque a los niños podría morderlos una serpiente algún día». Y se quedaron, pero durante el resto de la estancia se descubrían caminando con cautela entre las altas hierbas y vigilando dónde pisaban en la gravilla y, cuando salían a navegar, Sam estaba ojo avizor por si aparecía la pequeña cabeza y los gruesos y brillantes anillos en el lago azul.
George V. Higgins / Asaltos
George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, cap. 7
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