SACRIFICIOS HUMANOS
Antes de la llegada de los conquistadores, el Imperio Azteca ya era un poder dominante en Mesoamérica. Su arquitectura, astronomía y organización social eran asombrosas. Pero también lo era su compleja y, para muchos, inquietante visión del mundo.
Los aztecas creían que el equilibrio del universo dependía de sacrificios humanos. Para ellos, la sangre era el alimento de los dioses, y sin ella, el sol dejaría de salir, las lluvias cesarían y la vida colapsaría. Este pensamiento ritual impregnaba su calendario y su vida política.
En honor a Tláloc, dios de la lluvia, sacrificaban niños en primavera, buscando asegurar las cosechas. Si los pequeños lloraban, era considerado un augurio favorable: sus lágrimas eran símbolo de las lluvias venideras. A veces, para provocar el llanto, se les pinchaba con espinas.
Durante el festival de Tlacaxipehualiztli, se celebraban combates rituales, y los vencidos eran sacrificados. Luego, sus pieles eran usadas como vestimenta ceremonial por los sacerdotes, en un acto de profunda carga simbólica. En otro ritual, una mujer era elegida para representar a una diosa; cuatro hombres eran quemados vivos ante ella, y finalmente, ella misma era sacrificada.
Se estima que en ciertas ceremonias llegaron a sacrificar a decenas de miles de personas, como en la inauguración del Templo Mayor, donde cronistas como Durán y Sahagún mencionan cifras impactantes, aunque debatidas por los historiadores modernos.
Cuando los españoles llegaron, muchos pueblos sometidos por los aztecas —cansados de tributos y de la amenaza constante del sacrificio— se aliaron con Hernán Cortés. No vieron en los conquistadores un mal mayor, sino una oportunidad de liberarse de un poder que ellos mismos temían.
Hoy, la historia azteca sigue generando asombro. No como simple barbarie, sino como un espejo de cómo las civilizaciones pueden alcanzar un esplendor inmenso... mientras sostienen rituales profundamente ajenos a nuestra mirada contemporánea.


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