lunes, 29 de agosto de 2022

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Patrick Süskind
MORIR EN PARÍS


    Grenouille caminaba de noche. Como al principio de su viaje, evitaba las ciudades, eludía los caminos, se echaba a dormir al amanecer, se levantaba a la caída de la tarde y reemprendía la marcha. Devoraba lo que encontraba en el campo: plantas, setas, flores, pájaros muertos, gusanos. Atravesó la Provenza, cruzó el Ródano al sur de Orange en una barca robada y siguió el curso del Ardéche hasta el corazón de las montañas Cévennes y después el del Allier hacia el norte.


    En Auvernia pasó muy cerca del Plomb du Cantal. Lo vio elevarse al oeste, alto y gris plateado a la luz de la luna, y olió el viento frío que procedía de él. Pero no sintió necesidad de escalarlo. Ya no le atraía la vida en una caverna. Había conocido esta experiencia y comprobado que no era factible vivirla. Como tampoco la otra experiencia, la de la vida entre los hombres. Uno se asfixiaba tanto en una como en otra. En general, no quería seguir viviendo. Quería llegar a París y morir allí. Esto era lo que quería.

    De vez en cuando metía la mano en el bolsillo y tocaba el pequeño frasco de cristal que contenía su perfume. Estaba casi lleno. Para su aparición en Grasse había utilizado sólo una gota. El resto bastaría para hechizar al mundo entero. Si lo deseaba, en París podría dejarse adorar no sólo por diez mil, sino por cien mil; o pasear hasta Versalles para que el rey le besara los pies; o escribir una carta perfumada al Papa, revelándole que era el nuevo Mesías; o hacerse ungir en Notre-Dame ante reyes y emperadores como emperador supremo o incluso como Dios en la tierra... si aún podía ungirse a alguien como Dios...
    Podía hacer todo esto cuando quisiera; poseía el poder requerido para ello. Lo tenía en la mano. Un poder mayor que el poder del dinero o el poder del terror o el poder de la muerte; el insuperable poder de inspirar amor en los seres humanos. Sólo una cosa no estaba al alcance de este poder: hacer que él pudiera olerse a sí mismo. Y aunque gracias a su perfume era capaz de aparecer como un Dios ante el mundo... si él mismo no se podía oler y, por lo tanto, nunca sabía quién era, le importaban un bledo el mundo, él mismo y su perfume.
    La mano que había tocado el frasco olía con gran delicadeza y cuando se la llevó a la nariz y olfateó, se sintió melancólico, dejó de andar y olió. Nadie sabe lo bueno que es realmente este perfume, pensó. Nadie sabe lo bien hecho que está. Los demás sólo están a merced de sus efectos, pero ni siquiera saben que es un perfume lo que influye sobre ellos y los hechizó. El único que conocerá siempre su verdadera belleza soy yo, porque lo he hecho yo mismo. Y también soy el único a quien no puede hechizar. Soy el único para quien el perfume carece de sentido.
    Y en otra ocasión pensó, ya en Borgoña: Cuando me hallaba junto a la muralla, al pie del jardín donde jugaba la muchacha pelirroja, y su fragancia llegó flotando hasta mí... o, mejor dicho, la promesa de su fragancia, ya que su fragancia posterior aún no existía... tal vez experimenté algo parecido a lo que sintió la multitud del Cours cuando los inundé con mi perfume... Pero entonces desechó este pensamiento: "No, era otra cosa, porque yo sabía que deseaba la fragancia, no a la muchacha. En cambio, la multitud creía que me deseaba a mí y lo que realmente deseaban siguió siendo un misterio para ellos".
    En este punto dejó de pensar, porque pensar no era su fuerte y ya se encontraba en el Orleanesado.
    Cruzó el Loira en Sully. Un día después ya tenía el aroma de París en la nariz. El 25 de junio de 1767 entró en la ciudad por la Rue Saint-Jacques a las seis de la mañana.
    Era un día cálido, el más cálido del año hasta la fecha. Los múltiples olores y hedores brotaban como de mil abscesos reventados. El aire estaba inmóvil. Las verduras de los puestos del mercado se marchitaron antes del mediodía. La carne y el pescado se pudrieron. El aire pestilente se cernía sobre las callejuelas, incluso el río parecía haber dejado de fluir y apestaba, como estancado. Era igual que el día en que nació Grenouille.
    Cruzó el Pont Neuf para ir a la orilla derecha y se dirigió a Les Halles y al Cimetiére des Innocents. Se sentó en las arcadas de los nichos que flanqueaban la Rue aux Fers. El terreno del cementerio se extendía ante él como un campo de batalla bombardeado, lleno de agujeros y surcos, sembrado de tumbas, salpicado de calaveras y huesos, sin árboles, matas o hierbas, un muladar de la muerte.
    Ningún ser vivo merodeaba por allí. El hedor a cadáveres era tan fuerte, que incluso los sepultureros se habían marchado. No volvieron hasta el crepúsculo, para cavar a la luz de sus linternas, hasta bien entrada la noche, las tumbas de los que morirían al día siguiente.
    Pasada la medianoche —los sepultureros ya se habían ido—, el lugar se animó con la chusma más heterogénea: ladrones, asesinos, apuñaladores, prostitutas, desertores, jóvenes forajidos. Encendieron una pequeña hoguera para cocer comida y disimular así el hedor.
    Cuando Grenouille salió de las arcadas y se mezcló con los maleantes, al principio éstos no se fijaron en él. Pudo llegar inadvertido hasta la hoguera como si fuera uno de ellos. Este hecho les confirmó después en la opinión de que debía tratarse de un espíritu o un ángel o algún ser sobrenatural, ya que solían reaccionar inmediatamente a la proximidad de un desconocido.
    El hombrecillo de la levita azul, sin embargo, había aparecido allí de repente, como surgido de la tierra, y tenía en la mano un pequeño frasco que en seguida procedió a destapar. Esto fue lo primero que todos recordaron: que de pronto apareció alguien y destapó un pequeño frasco. Y a continuación se salpicó varias veces con el contenido de este frasco y una súbita belleza lo encendió como un fuego deslumbrante.
    En el primer momento retrocedieron con profundo respeto y pura estupefacción, pero intuyendo al mismo tiempo que su retirada era más bien una postura para coger impulso, que su respeto se convertía en deseo y su asombro, en entusiasmo. Se sintieron atraídos hacia aquel ángel humano del cual brotaba un remolino furioso, un reflujo avasallador contra el que nadie podía resistirse, sobre todo porque no querían hacerlo, ya que el reflujo arrastraba a la voluntad misma, succionándola en su dirección: hacia él.
    Habían formado un círculo a su alrededor, unas veinte o treinta personas, y ahora este círculo se fue cerrando. Pronto no cupieron todos en él y empezaron a apretar, a empujar, a apiñarse; todos querían estar cerca del centro.
    Y de improviso desapareció en ellos la última inhibición y el círculo se deshizo. Se abalanzaron sobre el ángel, cayeron encima de él, lo derribaron. Todos querían tocarlo, todos querían tener algo de él, una plumita, un ala, una chispa de su fuego maravilloso. Le rasgaron las ropas, le arrancaron cabellos, la piel del cuerpo, lo desplumaron, clavaron sus garras y dientes en su carne, cayeron sobre él como hienas.
    Pero el cuerpo de un hombre es resistente y no se deja despedazar con tanta facilidad; incluso los caballos necesitan hacer los mayores esfuerzos. Y por esto no tardaron en centellear los puñales, que se clavaron y rasgaron, mientras hachas y machetes caían con un silbido sobre las articulaciones, haciendo crujir los huesos. En un tiempo muy breve, el ángel quedó partido en treinta pedazos y cada miembro de la chusma se apoderó de un trozo, se apartó, e impulsado por una avidez voluptuosa, lo devoró. Media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra.
    Cuando los caníbales se encontraron de nuevo junto al fuego después de esta comida, ninguno pronunció una palabra. Varios de ellos eructaron, escupieron un huesecillo, chasquearon suavemente con la lengua, empujaron con el pie un último resto de levita azul hacia las llamas; estaban todos un poco turbados y no se atrevían a mirarse unos a otros. Todos, tanto hombres como mujeres, habían cometido ya en alguna ocasión un asesinato u otro crimen infame. Pero ¿devorar a un hombre? De una cosa tan horrible, pensaron, jamás habían sido capaces. Y se extrañaron de que les hubiera resultado tan fácil y de que, a pesar de su turbación, no sintieran la menor punzada de remordimiento. ¡Al contrario! Aparte de una ligera pesadez en el estómago, tenían el ánimo tranquilo. En sus almas tenebrosas se insinuó de repente una alegría muy agradable. Y en sus rostros brillaba un resplandor de felicidad suave y virginal. Tal vez por esto no se decidían a levantar la vista y mirarse mutuamente a los ojos.
    Cuando por fin se atrevieron, con disimulo al principio y después con total franqueza, tuvieron que sonreír. Estaban extraordinariamente orgullosos. Por primera vez habían hecho algo por amor.

Patrick Süskind
El perfume, capítulo 51
Seix Barral, Bogotá, 1986, pp. 233-237

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