sábado, 27 de agosto de 2022

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Patrick Süskind
EL TIEMPO DE LOS NARCISOS


No lejos de la Porte des Fénéants, en la Rue de la Louve, descubrió Grenouille un pequeño taller de perfumería y pidió trabajo.
    Resultó que el patron , el maître parfumeur Honoré Arnulfi, había muerto el pasado invierno y su viuda, una mujer morena y vivaz, de unos treinta años, llevaba el negocio con ayuda de un oficial.


    Madame Arnulfil, después de quejarse largo rato de los tiempos adversos y de su precaria situación económica, explicó que en realidad no podía permitirse la contratación de un segundo oficial, pero que por otra parta, debido al exceso de trabajo, lo necesitaba con urgencia; que además no había sitio en la casa para albergar a otro oficial, pero que poseía una pequeña cabaña en un olivar situado detrás del convento de franciscanos —apenas a diez minutos de la casa— donde un joven sin exigencias podía pernoctar en caso necesario; que ella, como patrona honrada, conocía sus responsabilidades en lo relativo a la salud física de sus empleados, pero por otra parte se veía incapaz de procurarles dos comidas calientes al día... en una palabra: madame Arnulfi era —como Grenouille había olido hacía ya mucho rato— una mujer sensata dotada de un sano sentido comercial. Y dado que a él no le importaba el dinero y se declaró satisfecho con un sueldo de dos francos semanales y con todas las demás condiciones, se pusieron de acuerdo en seguida. Se solicitó la presencia del primer oficial, un hombre gigantesco llamado Druot, de quien Grenouille adivinó en el acto que estaba acostumbrado a compartir el lecho de madame y sin cuya aprobación ella no adoptaba por lo visto ciertas decisiones. Se presentó a Grenouille, que en presencia de aquel huno parecía de una fragilidad ridícula, con las piernas separadas y esparciendo a su alrededor una nube de olor a esperma, le examinó, clavó en él la mirada como si de este modo quisiera descubrir turbias intenciones o a un posible rival, esbozó al fin una sonrisa altanera y dio su consentimiento con una inclinación de cabeza.
    Con esto quedó todo arreglado. Grenouille recibió un apretón de manos, una cena fría, una manta y la llave de la cabaña, un cobertizo sin ventanas que tenía un agradable olor a heno y estiércol de oveja seco y donde se instaló lo mejor que pudo. Al día siguiente entró a trabajar en casa de madame Arnulfi.
    Era el tiempo de los narcisos. Madame Arnulfi los cultivaba en pequeñas parcelas de tierra que poseía a los pies de la ciudad, en la gran cuenca, o los compraba a los campesinos con quienes regateaba sin piedad por cada partida. Las flores se entregaban apenas abiertas, en canastas que eran vaciadas en el taller, formando voluminosos pero ligeros montones de diez mil capullos perfumados. Mientras tanto, Druot hacía en una gran caldera una sopa espesa con sebo de cerdo y de vaca que Grenouille debía remover sin interrupción con una espátula de mango largo hasta que el primer oficial echaba en ella las flores frescas. Éstas flotaban un segundo sobre la superficie como ojos horrorizados y palidecían al desaparecer en la grasa caliente, sumergidas por la espátula. Y casi en el mismo momento se ablandaban y marchitaban, muriendo al parecer con tal rapidez, que no les quedaba otro remedio que exhalar su último suspiro perfumado precisamente en el líquido que las ahogaba, porque —Grenouille lo descubrió con un placer indescriptible— cuantas más flores se echaban a la caldera, tanto más intensa era la fragancia de la grasa. Y ciertamente no eran las flores muertas lo que seguía exhalando perfume, sino la propia grasa, que se había apropiado del perfume de las flores.

    Pronto la sopa se espesaba demasiado y entonces debían verterla a toda prisa en un gran cedazo para eliminar los cadáveres exprimidos y añadir más flores frescas. Entonces volvían a remover y colar, durante todo el día y sin descanso, pues el negocio no permitía dilaciones y al atardecer toda la partida de flores tenía que haberse cocido en la caldera de grasa. Los restos —para que no se perdiera nada— se hervían en agua y pasaban por una prensa de tornillo para extraerles las últimas gotas, que todavía daban un aceite ligeramente perfumado. El grueso del perfume, sin embargo, el alma de un océano de flores, permanecía en la caldera, encerrado y conservado en una repulsiva grasa de tono blanco grisáceo que se solidificaba poco a poco.

    Al día siguiente se continuaba la maceración, como se llamaba este proceso; calentar de nuevo la caldera, colar la grasa, cocer más flores y así día tras día, de sol a sol. El trabajo era agotador. Grenouille tenía los brazos pesados como el plomo, callos en las manos y dolores en la espalda cuando se tambaleaba hasta la cabaña. Druot, que era tres veces más fuerte que él, no le ayudaba nunca a remover la sopa y se contentaba con echar las ingrávidas flores, cuidar del fuego y de vez en cuando, con la excusa del calor, irse a tomar un trago. Pero Grenouille no se rebeló. Sin la menor queja, removía los capullos en la grasa de la mañana a la noche y apenas se daba cuenta de su fatiga durante el trabajo porque nunca dejaba de fascinarle el proceso que se desarrollaba ante su vista y bajo su nariz; el rápido marchitamiento de las flores y la absorción de su fragancia.

    Al cabo de un tiempo decidió Druot que la grasa ya estaba saturada y no podía absorber más aroma. Apagaron el fuego, filtraron por última vez la espesa crema y la vertieron en recipientes de loza, donde no tardó en endurecerse, convertida en una pomada de maravilloso perfume.

    Ésta era la hora de madame Arnulfi, que se acercaba a probar el valioso producto, etiquetarlo y apuntar en sus libros con la mayor exactitud todos los datos sobre calidad y cantidad. Después de cerrar personalmente los tarros, sellarlos y llevarlos a las frescas profundidades de su sótano, se ponía el traje negro, cogía el crespón de viuda y hacía la ronda de los comerciantes y vendedores de perfumes de la ciudad. Con palabras conmovedoras describía a los caballeros su situación de mujer sola, escuchaba ofertas, comparaba precios, suspiraba y por último vendía... o no vendía. La pomada fragante se conserva mucho tiempo en un lugar fresco y si ahora los precios eran demasiado bajos, quién sabe, tal vez subirían en invierno o en la primavera próxima. También merecía la pena considerar si no le saldría más a cuenta, en vez de vender a estos explotadores, unirse con otros pequeños fabricantes y enviar por barco un cargamento de pomada a Génova o tomar parte en la feria de otoño de Beaucaire, arriesgadas empresas, sin duda, pero muy provechosas en caso de tener éxito. Madame Arnulfi sopesaba cuidadosamente estas diferentes posibilidades y muchas veces se asociaba y vendía una parte de sus tesoros o las rechazaba y cerraba el trato con un comerciante por su cuenta y riesgo. Si durante sus visitas sacaba, sin embargo, la conclusión de que el mercado de las pomadas estaba saturado y no daría un giro favorable para ella en un futuro próximo, volvía al taller a paso rápido, haciendo ondear el negro velo, y encargaba a Druot el lavado de toda la producción para transformarla en essence absolue .

    Y entonces subían de nuevo la pomada del sótano, la calentaban con el máximo cuidado en ollas cerradas, le añadían el mejor alcohol y la mezclaban a fondo por medio de un agitador incorporado, accionado por Grenouille. Una vez de vuelta en el sótano, la mezcla se enfriaba rápidamente y el alcohol se separaba de la grasa sólida de la pomada y podía verterse en una botella. Ahora constituía casi un perfume, pues poseía una enorme intensidad, mientras que la pomada había perdido la mayor parte de su aroma. De este modo la fragancia floral había pasado a otro medio. La operación, sin embargo, no estaba terminada. Después de un minucioso filtrado a través de gasas que impedían el paso a la más diminuta partícula de grasa, Druot llenaba un pequeño alambique con el alcohol perfumado y lo destilaba a fuego muy lento. Lo que quedaba en la cucúrbita una vez volatilizado el alcohol era una minúscula cantidad de líquido apenas coloreado que Grenouille conocía muy bien pero que nunca había olido en esta calidad y pureza en casa de Baldini ni en la de Runel: la esencia pura de las flores, su perfume absoluto, concentrado cien mil veces en una pequeña cantidad de essence absolue . Esta esencia ya no tenía un olor agradable; su intensidad era casi dolorosa, agresiva y cáustica. Y no obstante, bastaba una gota diluida en un litro de alcohol para devolverle la vida y la fragancia de todo un campo de flores.

    El resultado era terriblemente exiguo. El líquido de la cucúrbita sólo llenaba tres pequeños frascos. Del perfume de cien mil capullos sólo quedaban tres pequeños frascos. Pero aquí en Grasse ya valían una fortuna, ¡y muchísimo más si se enviaban a París, Lyon, Grenoble, Génova o Marsella! La mirada de madame Arnulfi se enterneció al mirar estos frascos, los acarició con los ojos y contuvo el aliento mientras los cogía y cerraba con tapones de cristal esmerilado, a fin de evitar que se evaporase algo de su valioso contenido. Y para que tampoco escapara en forma de vapor después de tapado el más insignificante átomo, selló los tapones con cera líquida y los envolvió en una vejiga natatoria que sujetó fuertemente al cuello del frasco con un cordel. A continuación los colocó en una caja forrada de algodón, que guardó en el sótano bajo siete llaves.

Patrick Süskind
El perfume, capítulo 36
Seix Barral, Bogotá, 1986, pp. 160-164

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