lunes, 29 de agosto de 2022

Casa de citas / Patrick Süskind / La ejecución

 


Patrick Süskink
LA EJECUCIÓN


    La ejecución estaba fijada para las cinco de la tarde. Los primeros curiosos llegaron ya por la mañana y se aseguraron un lugar, llevando consigo sillas y taburetes, cojines, comida, vino y a sus hijos. Cuando la multitud empezó a acudir en masa desde todas las direcciones más o menos al mediodía, el Cours ya estaba tan atestado que los recién venidos tuvieron que acomodarse en los jardines y campos que formaban terrazas al otro lado de la plaza y en el camino de Grenoble. Los vendedores ya hacían un buen negocio, la gente comía y bebía, zumbaba y bullía como en un mercado. Pronto se congregó una muchedumbre de unos diez mil hombres, mujeres y niños, más que en la fiesta de la reina del jazmín, más que en la mayor de las procesiones, más que en cualquier otro acontecimiento celebrado en Grasse. Se habían encaramado hasta las laderas. Colgaban de los árboles, se acurrucaban sobre muros y tejados, se apiñaban en número de diez o de doce en las ventanas. Sólo en el centro del Cours, protegido por la barricada de la valla, como un recorte entre la masa de seres humanos, quedaba un espacio libre para la tribuna y el cadalso, que de repente parecía muy pequeño, como un juguete o el escenario de un teatro de títeres. Y se dejó libre una callejuela que iba desde la plaza de la ejecución a la Porte du Cours y se adentraba en la Rue Droite.

    Poco después de las tres apareció monsieur Papon con sus ayudantes. Sonó una ovación. Subieron al cadalso el aspa hecha con maderos y la colocaron a la altura apropiada, apuntalándola con cuatro pesados potros de carpintero. Uno de los ayudantes la clavó. Cada movimiento de los ayudantes del verdugo y del carpintero era saludado por la multitud con un aplauso. Y cuando Papon reapareció con la barra de hierro, rodeó la cruz, midió sus pasos y asestó un golpe imaginario ya desde un lado, ya desde el otro, se oyó una explosión de auténtico júbilo.
    A las cuatro empezó a llenarse la tribuna. Había mucha gente elegante a quien admirar, ricos caballeros con lacayos y finos modales, hermosas damas, grandes sombreros y centelleantes vestidos. Toda la nobleza de la ciudad y del campo estaba presente. Los miembros del concejo aparecieron en apretada comitiva, encabezados por los dos cónsules. Richis llevaba ropas negras, medias negras y sombrero negro. Detrás del concejo llegó el magistrado, precedido por el presidente del tribunal. El último en aparecer fue el obispo, en silla de manos descubierta, vestido de reluciente morado y tocado con una birreta verde. Los que aún llevaban la cabeza cubierta, se quitaron la gorra. El ambiente adquirió solemnidad.
    Después no sucedió nada durante unos diez minutos. Los notables de la ciudad habían ocupado sus puestos y el pueblo esperaba inmóvil; nadie comía, todos se mantenían a la espera. Papon y sus ayudantes permanecían en el escenario del cadalso como atornillados en sus puestos. El sol pendía grande y amarillo sobre el Esterel. Un viento templado soplaba de la cuenca de Grasse, trayendo consigo la fragancia de las flores de azahar. Hacía mucho calor y el silencio era casi irreal.
    Por fin, cuando ya parecía que la tensión no podía prolongarse por más tiempo sin que estallara un grito multitudinario, un tumulto, un delirio colectivo o cualquier otro desorden, se oyó en el silencio el trote de unos caballos y un chirrido de ruedas.
    Por la Rue Droite bajaba un carruaje cerrado tirado por dos caballos, el carruaje del teniente de policía. Pasó por delante de la puerta de la ciudad y apareció, visible ya para todo el mundo, en la callejuela que conducía a la plaza de la ejecución. El teniente de policía había insistido en esta clase de transporte, pues de otro modo no creía poder garantizar la seguridad del delincuente. No era en absoluto un transporte habitual. La prisión se hallaba apenas a cinco minutos de la plaza y cuando, por los motivos que fueran, un condenado no podía recorrer este corto trecho por su propio pie, se le llevaba en una carreta tirada por asnos. Nunca se había visto que un condenado fuera conducido a su propia ejecución en una carroza con cochero, lacayos de librea y séquito a caballo.
    A pesar de esto, la multitud no se inquietó ni encolerizó, sino al contrario, se alegró de que sucediera algo y consideró la cuestión del carruaje como una ocurrencia divertida, del mismo modo que en el teatro siempre resulta grato que una pieza conocida sea presentada de una forma nueva y sorprendente. Muchos encontraron incluso que la escena era apropiada; un criminal tan terrible exigía un tratamiento fuera de lo corriente. No se le podía llevar a la plaza encadenado para descoyuntarlo y matarlo a golpes como a un ratero común. No habría habido nada sensacional en esto. En cambio, sacarle de la cómoda carroza para conducirle hasta la cruz sí que era un acto de crueldad muy original.
    El carruaje se detuvo entre el cadalso y la tribuna. Los lacayos saltaron, abrieron la portezuela y bajaron el estribo. El teniente de policía se apeó, tras él lo hizo el oficial de la guardia y por último, Grenouille, vestido con levita azul, camisa blanca, medias de seda blancas y zapatos negros de hebilla. No iba esposado y nadie lo llevaba del brazo. Se apeó de la carroza como un hombre libre.
    Y entonces ocurrió un milagro. O algo muy parecido a un milagro, o sea, algo igualmente incomprensible, increíble e inaudito que con posterioridad todos los testigos habrían calificado de milagro si hubieran llegado a hablar de ello alguna vez, lo cual no fue el caso, porque después todos se avergonzaron de haber participado en el acontecimiento.
    Ocurrió que los diez mil seres humanos del Cours y las laderas circundantes se sintieron de improviso imbuidos de la más inquebrantable convicción de que el hombrecillo de la levita azul que acababa de apearse del carruaje no podía ser un asesino . ¡Y no es que dudaran de su identidad! Allí estaba el mismo hombre que habían visto hacía pocos días en la plaza de la iglesia, asomado a la ventana de la Prévôté , y a quien, si hubieran podido cogerlo, habrían linchado con el odio más enfurecido. El mismo que dos días antes había sido justamente condenado sobre la base de la más concluyente evidencia y de la propia confesión. El mismo cuya ejecución por parte del verdugo habían esperado todos con avidez un minuto antes. ¡Era él, no cabía duda!
    Y sin embargo... no era él, no podía serlo, no podía ser un asesino. El hombre que estaba en el lugar de la ejecución era la inocencia en persona. En aquel momento lo supieron todos, desde el obispo hasta el vendedor de limonada, desde la marquesa hasta la pequeña lavandera, desde el presidente del tribunal hasta el golfillo callejero.
    También Papon lo supo. Y sus puños, que aferraban la barra de hierro, temblaron. De repente sintió debilidad en sus fuertes brazos, flojedad en las rodillas y una angustia infantil en el corazón. No podría levantar aquella barra, jamás en toda su vida sería capaz de descargarla contra un hombrecillo inocente, ¡oh, temía el momento en que lo subieran al cadalso! Se estremeció. ¡El fuerte, el grande Papon tuvo que apoyarse en su barra asesina para que las rodillas no se le doblaran de debilidad!
    Lo mismo sucedió a los diez mil hombres, mujeres, niños y ancianos reunidos allí: se sintieron débiles como doncellas que ceden a la seducción de su amante. Les dominó una abrumadora sensación de afecto, de ternura, de absurdo cariño infantil y sí, Dios era testigo, de amor hacia aquel pequeño asesino y no podían ni querían hacer nada contra él. Era como un llanto contra el cual uno no puede defenderse, como un llanto contenido durante largo tiempo, que se abre paso desde el estómago y anula de forma maravillosa toda resistencia, diluyendo y lavando todo. La multitud ya era sólo líquida, se había diluido interiormente en su alma y en su espíritu, era sólo un líquido amorfo y únicamente sentía el latido incesante de su corazón; y todos y cada uno de ellos puso este corazón, para bien o para mal, en la mano del hombrecillo de la levita azul: lo amaban.
    Grenouille permaneció varios minutos ante la portezuela abierta del carruaje, sin moverse. El lacayo que estaba a su lado se había puesto de hinojos y se fue inclinando cada vez más hasta adoptar la postura que en Oriente es preceptiva ante el sultán o ante Alá. E incluso en esta actitud temblaba y se balanceaba y hacía lo posible por inclinarse más, por tenderse de bruces en la tierra, por hundirse, por enterrarse en ella. Hasta el otro confín del mundo habría querido hundirse como prueba de sumisión. El oficial de la guardia y el teniente de policía, ambos hombres de impresionante físico, cuyo deber habría sido ahora acompañar al condenado al cadalso y entregarlo al verdugo, ya no eran capaces de ningún movimiento coordinado. Llorando, se quitaron las gorras, volvieron a ponérselas, las tiraron al suelo, cayeron el uno en brazos del otro, se desasieron, agitaron como locos los brazos en el aire, se retorcieron las manos, se estremecieron e hicieron muecas como aquejados del baile de san Vito.
    Los notables de la ciudad, que se encontraban un poco más lejos, demostraron su emoción de modo apenas más discreto. Cada uno dio rienda suelta a los impulsos de su corazón. Había damas que al ver a Grenouille se llevaron los puños al regazo y suspiraron extasiadas; otras se desmayaron en silencio por el ardiente deseo que les inspiraba el maravilloso adolescente (porque como tal lo veían). Había caballeros que saltaron de su asiento, volvieron a sentarse y saltaron de nuevo, respirando con fuerza y apretando la empuñadura de su espada como si quisieran desenvainarla, y apenas iniciaban el ademán, volvían a guardarla con ruidoso rechinamiento de metales; otros dirigieron en silencio los ojos al cielo y juntaron las manos como si orasen; y monseñor, el obispo, como si tuviera náuseas, inclinó el torso y se golpeó la rodilla con la frente hasta que la birreta verde le resbaló de la cabeza; y no es que sintiera náuseas, sino que se entregó por primera vez en su vida a un éxtasis religioso, porque había ocurrido un milagro ante la vista de todos, el mismo Dios en persona había detenido los brazos del verdugo al dar apariencia de ángel a quien parecía un asesino a los ojos del mundo. ¡Oh, que algo semejante ocurriera todavía en el siglo XVIII ! ¡Qué grande era el Señor! ¡Y qué pequeño e insignificante él mismo, que había lanzado un anatema sin estar convencido, sólo para tranquilizar al pueblo! ¡Oh, qué presunción, qué poca fe! ¡Y ahora el Señor obraba un milagro! ¡Oh, qué maravillosa humillación, qué dulce castigo, qué gracia, ser castigado así como obispo de Dios!
    Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Grenouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites, los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.
    La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles,anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.
    Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste Grenouille, nacido sin olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado, cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera... había conseguido ser estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? ¡Amado! ¡Venerado! ¡Idolatrado! Había llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en la cuna y que sólo a él le había sido negada. ¡Más aún! La había prendido él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie —ni a un padre, ni a una madre y todavía menos a un Dios misericordioso—, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y le adorarían a él, el Gran Grenouille.
    ¡Sí, era el Gran Grenouille! Ahora quedaba demostrado. Igual que en sus amadas fantasías, así era ahora en la realidad. En este momento estaba viviendo el mayor triunfo de su vida. Y tuvo una horrible sensación.
    Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo de aquel triunfo. En el instante en que se apeó del carruaje y puso los pies en la soleada plaza, llevando el perfume que inspira amor en los hombres, el perfume en cuya elaboración había trabajado dos años, el perfume por cuya posesión había suspirado toda su vida... en aquel instante en que vio y olió su irresistible efecto y la rapidez con que, al difundirse, atraía y apresaba a su alrededor a los seres humanos, en aquel instante volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres y ésta le amargó el triunfo hasta tal extremo, que no sólo no sintió ninguna alegría, sino tampoco el menor rastro de satisfacción. Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía. Y supo de repente que jamás encontraría satisfacción en el amor, sino en el odio, en odiar y ser odiado.
    Sin embargo, el odio que sentía por los hombres no encontraba ningún eco en éstos. Cuanto más los aborrecía en este instante, tanto más le idolatraban ellos, porque lo único que percibían de él era su aura usurpada, su máscara fragante, su perfume robado, que de hecho servía para inspirar adoración.
    Ahora, lo que más le gustaría sería eliminar de la faz de la tierra a estos hombres estúpidos, apestosos y erotizados, del mismo modo que una vez eliminara del paisaje de su negra alma los olores extraños. Y deseó que se dieran cuenta de lo mucho que los odiaba y que le odiaran a su vez para corresponder a este único sentimiento que él había experimentado en su vida y decidieran eliminarlo, como había sido su intención hasta ahora mismo. Quería expresarse por primera y última vez en su vida. Quería ser por una sola vez igual que los otros hombres y expresar lo que sentía: expresar su odio, así como ellos expresaban su amor y su absurda veneración. Quería, por una vez, por una sola vez, ser reconocido en su verdadera existencia y recibir de otro hombre una respuesta a su único sentimiento verdadero, el odio.
    Pero no ocurrió nada parecido; no podía ser y hoy menos que nunca, porque iba disfrazado con el mejor perfume del mundo y bajo este disfraz no tenía rostro, nada aparte de su total ausencia de olor. Entonces, de repente, se encontró muy mal, porque sintió que las nieblas volvían a elevarse.
    Como aquella vez en la caverna, en el sueño en el corazón de su fantasía, surgieron de improviso las nieblas, las espantosas nieblas de su propio olor, que no podía oler porque era inodoro. Y, como entonces, sintió un miedo y una angustia terribles y creyó que se ahogaba. Pero a diferencia de entonces, esto no era ningún sueño, ninguna pesadilla, sino la realidad desnuda. Y a diferencia de entonces, no estaba solo en una cueva, sino en una plaza en presencia de diez mil personas. Y a diferencia de entonces, aquí no le ayudaría ningún grito a despertarse y liberarse, aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador. Porque esto, aquí y ahora, era el mundo y esto, aquí y ahora, era su sueño convertido en realidad. Y él mismo lo había querido así.
    Las temibles nieblas asfixiantes continuaron elevándose del fango de su alma, mientras el pueblo gemía a su alrededor, presa de estremecimientos orgiásticos y orgásmicos. Un hombre se le acercaba corriendo desde las primeras filas de la tribuna de autoridades, después de saltar al suelo con tanta violencia que el sombrero negro se le cayó de la cabeza, y ahora cruzaba la plaza de la ejecución con los faldones de la levita negra ondeando tras él, como un cuervo o como un ángel vengador. Era Richis.
    Me matará, pensó Grenouille. Es el único que no se deja engañar por mi disfraz. No puede dejarse engañar. La fragancia de su hija se ha adherido a mí de un modo tan claro y revelador como la sangre. Tiene que reconocerme y matarme. Tiene que hacerlo.
    Y abrió los brazos para recibir al ángel que se precipitaba hacia él. Ya creía sentir en el pecho la magnífica punzada de la espada o el puñal y cómo penetraba la hoja en su frío corazón, atravesando todo el blindaje del perfume y las nieblas asfixiantes... ¡Por fin, por fin algo en su corazón, algo que no fuera él mismo! Ya se sentía casi liberado.
    Pero de repente Richis se apretó contra su pecho, no un ángel vengador, sino un Richis trastornado, sacudido por lastimeros sollozos, que le rodeó con sus brazos y se agarró fuertemente a él como si no hallara ningún otro apoyo en un océano de dicha. Ninguna puñalada liberadora, ningún acero en el corazón, ni siquiera una maldición o un grito de odio. En lugar de esto, la mejilla húmeda de lágrimas de Richis pegada contra la suya y unos labios trémulos que le susurraron:
    —¡Perdóname, hijo mío, querido hijo mío, perdóname!
    Entonces surgió de su interior algo blanco que le tapó los ojos y el mundo exterior se volvió negro como el carbón. Las nieblas prisioneras se licuaron, formando un líquido embravecido como leche hirviente y espumosa. Lo inundaron y, al no encontrar salida, ejercieron una presión insoportable contra las paredes interiores de su cuerpo. Quiso huir, huir como fuera, pero... ¿adónde...? Quería estallar, explotar, para no asfixiarse a sí mismo. Al final se desplomó y perdió el conocimiento.



Patrick Süskind
El perfume, capítulo 49
Seix Barral, Bogotá, 1986, pp. 217-226

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