miércoles, 3 de abril de 2024

Un libro / Maryse Condé / La vida sin maquillaje

 



A los dieciséis dejó Guadalupe, su tierra natal, para estudiar en Francia. A los 19 años tuvo su primer hijo: «Me quedé sola en París, incapaz de hacerme a la idea de que el padre de mi bebé me había abandonado». Luego se casó con Mamadou Condé, un actor guineano, con el único objetivo de «reconquistar, gracias al matrimonio, un cierto estatus en la sociedad». Con él tuvo tres hijas, antes de decidir que le extirparan las trompas de falopio: «¡Se acabó! –pensó cuando despertó de la operación– ¡Se acabaron el miedo y la angustia en cada relación sexual!». Este periodo de su vida es el que Condé destripa en « La vida sin maquillaje» (Impedimenta, 2019).

Jaime G. Mora, ABC Cultural

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Maryse Condé, una gran dama

La vida sin maquillaje es el título de un libro que esperábamos ansiosos. Porque una vez que se conoce la existencia de Maryse Condé, se ansía el placer que provoca su escritura.

Fue el verano pasado cuando llegó a nuestras manos Corazón que ríe, corazón que llora. Y nos acompañó en alguna tarde al borde de la piscina. Nos acompañó y nos fascinó tanto que apenas nos sumergimos en el agua. Lo estábamos haciendo en otra profundidad, la de la vida de esta gran dama de las letras que sería un error no querer conocer.

Cuando supimos de la edición del segundo volumen, La vida sin maquillaje, que continúa el relato de su vida, entendimos por qué Impedimenta es una gran editorial. No hay duda de su exquisito gusto al elegir títulos ni tampoco acerca de las traducciones, e incluso, de la belleza de las portadas. Ahora, tenemos ya entre las manos, esta vez ya no junto a una piscina, un libro que ansiamos disfrutar tanto como el primero. Asistimos ahora a ese nerviosismo que produce el simple roce de unas páginas que sabemos conmovedoras.

El Hedonista

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La vida sin maquillaje, de Maryse Condé

Quienes vengan de leer las enternecedoras memorias de infancia y adolescencia de la narradora guadalupeña Maryse Condé (Pointe-à-Pitre, 1937) sin duda llegarán a las puertas de «La vida sin maquillaje» ansiosos por averiguar qué soles se esconden tras la esquina de la Rue Cujas. ¿Qué le depa­rará el futuro a esa rebelde niña prodigio, heredera de una alta dinastía antillana de «Supernegros», a quien vemos cruzar con paso firme la última calle de «Corazón que ríe, corazón que llora»?

La protagonista de esa postal parisina de los años cincuenta tiene toda la vida por delante. Contempla el horizonte como se miran los juguetes por estrenar. En La vida sin maquillaje, sin embargo, escuchamos el relato de una exploradora que es consciente de haber recorrido gran parte del viaje. Hace un alto en el camino. Una pausa para observarse desnuda, sacudirse el fardo de las mentiras piadosas y poder, acto se­guido, afrontar con mayor ligereza el penúltimo trecho de su travesía. La imagen que le devuelve el espejo contiene tantas luces como sombras. Y exactamente así, sin obviar ni un solo claroscuro, es como la comparte Maryse Condé.

El título resulta inequívoco. Nos encontramos ante un li­bro confesional, cuya intención manifiesta es la de narrar­se desde la intimidad de la verdad, por muy incómoda que pueda llegar a ser. Condé aspira a retratarse sin activar los tramposos engranajes que tienden a ponerse en marcha, de manera más o menos inconsciente, en las escrituras del yo. Acomete el ejercicio de pintarse sin recurrir a los adornos ni a los artificios típicos del discurso (auto)biográfico. Avi­so a navegantes: lo consigue. A La vida sin maquillaje no le sobra, en efecto, ni una flor. Ni un pétalo. El lector tiene en sus manos a un ser humano a la intemperie, en carne viva, contando y contándose las cicatrices con una crudeza y una lucidez sobrecogedoras


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