MUJER DESAPARECIDA
Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco, pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía, en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.
Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.
Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.
Marc Behm, La mirada del observador, cap.10
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