sábado, 30 de marzo de 2019

Casa de citas / Emma Reyes / A lomo de hombre





Emma Reyes
A LOMO DE HOMBRE

Llegó el día del viaje, nos levantaron al amanecer, por una razón que nunca supimos decidieron que a nosotras no nos llevaran a caballo sino a lomo de hombre. Compraron dos sillas de mimbre, les hicieron un toldo y amarraron cada silla a la espalda de un indio, luego nos alzaron y nos sentaron encima. 
La señora María y el señor Suescún partieron adelante, detrás de ellos iban dos indios con las mulas del equipaje y, de últimos, los dos indios que nos llevaban. A los indios les dieron un canasto donde había comida para nosotras. Los dos indios estaban borrachos, cada uno llevaba un grande calabazo lleno de chicha; el que cargaba a Helena, que tenía la cara llena de viruelas, tenía diarrea y cada rato se quitaba el pantalón y se sentaba a ensuciar haciendo unos ruidos espantosos; el mío se paraba junto, muerto de risa, diciéndole: 
—Beba más chicha compadre, solo la chicha es güena pa’ las churrias. 
La señora María y el señor Suescún seguían adelante y al llegar al páramo ya no los vimos más; los indios seguían tranquilos, contando cuentos que nosotras no entendíamos; el de la diarrea cada vez iba peor; de pronto se sentó en una piedra y dijo que no seguía más; el otro, el mío, le dijo que si no nos apurábamos íbamos a perder el tren, que la señora María había dicho que nos esperaba en la estación. Nos dieron un pan y un plátano a cada una, ellos siguieron tomando chicha y se detuvieron en un rancho para que les llenaran los calabazos que ya estaban vacíos. En ese rancho se demoraron mucho tiempo hablando con otros indios. Cuando salieron ya no caminaban, iban en zigzag de lo borrachos que estaban; entonces se pusieron a pelear. Uno sacó un cuchillo y el de la diarrea le dijo: 
—No te puedo matar porque tengo que cagar. 
Se bajó el pantalón y se acurrucó; el otro guardó el cuchillo y se puso a cantar. Ya estaba oscureciendo, Helena empezó a llorar y se puso a llamar a la señora María a gritos, yo empecé a gritar al tiempo con ella, hasta que nos cansamos y nos dormimos. Nos despertamos cuando los indios nos estaban descargando en la estación del tren. Es curioso que ninguna de las dos se acuerda del nombre del pueblo donde se tomaba el tren. Recordamos la estación, el hotel y la iglesia, pero ninguna calle. Cuando llegamos, el tren ya se había ido hacía mucho tiempo y la señora María y el señor Suescún también se habían ido sin esperarnos. Los indios le preguntaron al hombre de la estación y a otras personas si no habían visto a una señora joven de vestido y sombrero gris acompañada de un cachaco de Bogotá. Todos los habían visto tomar el tren; poco a poco la gente empezó a rodearnos. Helena y yo nos miramos, las dos pensamos lo mismo; a las dos nos saltaron las lágrimas al mismo tiempo, a las dos nos salió de la boca una sola frase: 
—Nos abandonó, nos abandonó. 
Nuestras manos y nuestras cabezas se juntaron y nuestro llanto se volvió mudo. La gente en torno nuestro seguía aumentando, cada uno nos preguntaba lo mismo: 
—¿Tú cómo te llamas? 
—¿Cómo se llama tu mamá? 
—¿Cómo se llama tu papá? 
—¿De dónde vienen? 
—¿Para dónde van? 
Nada nos interesaba, a nadie respondíamos, los veíamos sin verlos, los oíamos sin oírlos, solo ella y yo sabíamos lo que era en ese momento nuestra vida. Alguien fue a llamar al cura de la iglesia. Gordo, barrigón, con la nariz como una bola y roja, llegó y se sentó en cuclillas junto a nosotras, empezó a darnos palmaditas en las mejillas y nos preguntó: 
—¿Cómo te llamas? 
—¿Cómo se llama tu mamá? 
—¿Cómo se llama tu papá? 
—¿De dónde vienen? 
—¿Adónde iban? 
Nosotras seguíamos mudas. Los indios que nos habían llevado desaparecieron, nadie los volvió a ver, la gente se fue alejando poco a poco hasta que quedamos solas con el cura y un soldado, o policía, nos tomaron de la mano y nos llevaron al hotel. La dueña era muy seria, toda vestida de carmelito con el pelo blanco cogido atrás por un moño. El soldado se quedó con nosotras en el patio y el cura se retiró a hablar con la dueña: Helena entendió que el cura le decía: 
—Guárdelas aquí, es seguro que en el tren de mañana va a volver la mamá a recogerlas, yo vendré mañana después de la misa. 
El comedor del hotel tenía puertas de vidrios que daban todas a la calle. Cuando nos hicieron sentar en una mesa, vimos que de nuevo la gente estaba apeñuscada contra las puertas, algunos tenían las caras aplastadas contra los vidrios para podernos ver más de cerca, todos discutían y nos señalaban. 
La señora nos hizo servir la comida y se sentó en medio de las dos y nos cortó la carne y las papas en pedacitos chiquitos, pero ninguna de las dos quisimos comer; algunas personas que estaban en el comedor se acercaron a la mesa y nos rogaban de comer al tiempo que nos preguntaban: 
—¿Cómo te llamas? 
—¿Cómo se llama tu mamá? 
—¿Cómo se llama tu papá? 
—¿De dónde vienen? 
—¿Adónde iban? 
Nos llevaron a una pieza donde había dos camas y nos acostaron a cada una en una. Cuando la señora salió y cerró la puerta con llave, Helena se bajó de su cama y se acostó en la mía, nos abrazamos fuertemente y nos quedamos dormidas. 
El cura y el soldado volvieron a la mañana siguiente, cuando la señora del hotel nos estaba peinando, nosotras seguíamos sin hablar. Nos llevaron a la estación, sentimos el pito del tren y lo vimos entrar en la estación. Cuando la gente empezó a descender, el soldado alzó a Helena y el cura a mí y teniéndonos muy alto nos mostraban a toda la gente que pasaba. La gente terminó de bajar y se fueron alejando. Desconsoladas nos pusieron de nuevo en el suelo y nos llevaron al hotel, donde pasamos el día metidas entre la cama... Creo que dormimos, porque ninguna de las dos hablaba. A la tarde que llegaba otro tren volvieron el cura y el soldado y se repitió la misma escena en la estación. Nosotras ya sabíamos que ella no volvería a buscarnos. Así pasaron tres días, los tres días a la mañana y a la tarde se repetía la misma escena en la estación del tren. El cura parecía preocupado y discutía con el soldado y la señora del hotel. Al cuarto día ya no nos llevaron a la estación, el cura vino con dos monjas vestidas de negro y blanco, una era vieja de anteojos y la otra muy joven y muy alegre, nos alzaba, nos besaba, nos acariciaba la cabeza. 
—¿Cómo te llamas? 
—¿Cómo se llama tu mamá? 
—¿Cómo se llama tu papá? 
—¿De dónde vienen? 
—¿Para dónde iban? 
Nos llevaron a un convento que quedaba en el campo, entramos a un grande patio con muchas flores donde había una estatua de un cura. Apenas llegamos empezaron a aparecer cantidades de monjas que salían de todas partes y empezaban a rodearnos: 
—¿Cómo te llamas? 
—¿Cómo se llama tu mamá? 
—¿Cómo se llama tu papá? 
—¿De dónde vienen? 
—¿Para dónde iban? 
Estas preguntas se repetían en todos los tonos de voz, fuertes, menos fuertes, agudas, chillonas, autoritarias, cariñosas. De pronto el silencio fue total, en torno nuestro solo veíamos un muro negro de las faldas de las monjas apeñuscadas las unas contra las otras. De pronto sentí la voz de Helena que me pareció fortísima y decía: 
—Yo me llamo Helena Reyes y mi hermanita se llama Emma Reyes. 
Me tomó de la mano y, empujando con la cabeza las faldas de las monjas, me llevó hacia el fondo del jardín donde había una jaula con muchos pajaritos. Las monjas se habían quedado como petrificadas, solo nos seguían con los ojos, cuando estuvimos junto a la jaula, lejos de las monjas, Helena me dijo: 
—Si tú hablas de la señora María yo te pego. 
Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del Niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás ese secreto. .

Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 89-95


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