miércoles, 27 de marzo de 2019

Casa de citas / Emma Reyes / El abandono


Women Carrying a Child in Her Arms
John Flaxman  


Emma Reyes
EL ABANDONO


Un día llegó la señorita María llegó a la casa de muy mal genio. El Niño estaba llorando porque era la hora de su tetero y ella decidió darle ese día un baño. Cuando estaba todo desnudo, lo alzó muy alto y mirándolo a la cara dijo: 
—Este desgraciado se empieza a parecer a Eduardo. 
Entonces Helena le dijo que hubiera sido mejor guardar a Eduardo que mandar a hacer otro nuevo; Helena no había terminado la frase, que ya ella la estaba reventando a bofetadas. Antes de que terminara con ella, yo corrí a esconderme en el horno, el único sitio donde ella no podía entrar. 
Al día siguiente no fue a la agencia y estuvo todo el día encerrada en la pieza; Betzabé le subió el almuerzo y dijo que no quería comer. Cuando empezaba a estar oscuro nos llamó para que subiéramos a su pieza. Todas las cosas estaban en desorden y en el centro los dos baúles abiertos: había comenzado a empacar la ropa. Nos anunció que volvíamos a Bogotá, nos acusó de ser la causa de todas sus desgracias. 
—Sin ustedes mi vida sería otra, nunca hubiera venido a este pueblo miserable. Yo podría estar muy lejos y tener todo en la vida. Pero con ustedes siempre entre los pies, estoy atada como un animal, eso es, atada como una vaca, pero, eso sí, les aseguro que esta situación no puede durar más tiempo, yo les juro y se acordarán de mis palabras que a la primera oportunidad que se me presente las voy a regalar a alguien, no me importa a quién. Y ahora, lárguense de aquí que yo no las vea más, porque las voy a reventar a palos. 
Nos tomamos de la mano y bajamos la escalera, fuimos derecho a la pieza del Niño, nos sentamos junto al canasto y nos pusimos a llorar. El Niño nos miraba con los ojos grandes abiertos y como si hubiera sentido lo profundo de nuestro dolor, las lágrimas le empezaron a caer a chorros, sin dar ni un grito. Solo hacía pucheritos con la boca y sus ojos eran de una tristeza profunda. 
Los preparativos de viaje duraron varios días. Como ella no iba a la agencia, estaba siempre en casa y, por un sí o un no, nos gritaba o nos daba fuerte. Fueron días muy largos y muy tristes. 
La víspera del viaje llegó Toribio con los caballos y tres indios más, todos durmieron en el solar esa noche, cantaron y tocaron tiple. Toribio me quería mucho y me trajo de regalo un canastico lleno de ciruelas. Esa noche dormimos todos en una sola pieza sobre unas esteras y el Niño siempre en su canasto. Cuando me despertaron estaba todavía oscuro, Betzabé ya tenía hecho el desayuno y la señorita María estaba bañando al Niño, cosa que no hacía casi nunca, pues la única que le limpiaba la cara y la caca era yo. Helena me ayudó a vestirme mientras Betzabé ponía en un canasto los cuatro chiros que representaban la ropa del Niño. Mientras yo tomaba mi agua de panela con una mogolla, ellas dos envolvieron al Niño en una grande cobija y lo ligaron con una especie de banda blanca. Betzabé bajó para hacerse las trenzas y buscar el pañolón; la señorita María que estaba muy nerviosa empezó a gritarle para que se apurara porque íbamos a llegar tarde. 
Betzabé alzó al Niño y el canastico con su ropa, me tomó de la mano y salimos casi corriendo. Cuando salíamos, los caballos estaban relinchando y sentí que Toribio estaba cantando en el solar. 
Betzabé me dijo en el camino que íbamos al río, estaba tan oscuro que yo no veía el camino y había tanto viento como el día del incendio. Cuando llegamos al puente, que yo conocía muy bien, en cambio de bajar al pozo donde íbamos siempre a lavar la ropa, ella siguió derecho y luego cruzamos por un pequeño camino que bordeaba el río y que tenía árboles grandes. Al fondo de ese camino vimos una grande casa blanca que no era de paja sino con el techo de tejas. Betzabé me dijo de esperarla junto a un árbol torcido que caía sobre el río. La seguí con los ojos, vi que caminaba como en la punta de los pies, ligero, ligero, como si quisiera volar. Se acercó a la grande puerta y puso primero el canasto y luego el Niño bien arrimado contra la puerta y cuando empezó a cubrirle la cabecita con la cobija me di cuenta que habíamos ido para abandonarlo; quise gritar y no pude, las piernas me temblaban, como un resorte salté en dirección de la puerta. Betzabé me alcanzó a agarrar de una pierna, yo me tiré al suelo y empecé a dar golpes con la cabeza contra la tierra, sentía que me ahogaba, Betzabé se esforzaba por alzarme pero yo me agarraba a las plantas y me contorsionaba como una lombriz. Casi al oído me suplicaba levantarme, no hacer ruido y correr antes de que alguien se despertara; yo seguía amarrada a las plantas y con la cara pegada a la tierra, creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es la injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia. 
No lloraba, porque las lágrimas no hubieran bastado, no gritaba porque mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz. Betzabé, arrodillada junto a mí, me suplicaba de levantarme. El Niño empezó a llorar, yo sentí que su llanto salía del fondo de la tierra, levanté la cabeza y vi que Betzabé tenía la cara bañada en lágrimas. Perdí toda resistencia, le tendí una mano y ella me levantó en sus brazos, empezó a correr como loca; yo sentía que me apretaba fuerte, fuerte contra ella y sus lágrimas me caían por detrás de la oreja y se deslizaban por mi cuello, casi sin respiración; solo se detuvo cuando llegamos al puente; del resto no me acuerdo, solo recuerdo cuando Toribio me alzó para ponerme en la silla de la mula que debía transportarnos a Bogotá. Helena me cuenta que me quedé tres días sin poder hablar. 
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 69-73


No hay comentarios: