miércoles, 13 de septiembre de 2017

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Jonathan Littell
PIONTEK


Se necesitaba alrededor de mediodía para ir de Cracovia a Lublin. Bordeaban la carretera patatares extensos y lúgubres, que interrumpían regueras; alternaban con bosques de pinos silvestres y de chopos de suelo pelado, sin matorrales, sombríos y mudos  y como clausurados a la hermosa luz de junio. Piontek conducía con mano firme y velocidad regular. Aquel padre de familia taciturno era un estupendo compañero de viaje; sólo hablaba cuando le dirigían la palabra y cumplía con sus tareas de forma tranquila y metódica. Todas las mañanas, me encontraba las botas lustradas y el uniforme cepillado y planchado; cuando salía, el Opel me estaba esperando, limpio del polvo y el barro de la víspera. Durante las comidas, Piontek comía con apetito y bebía poco. Y no pedía nunca nada entre comidas. Le entregué desde el principio la asignación en metálico para el viaje y llevaba meticulosamente al día el cuaderno de contabilidad en donde anotaba cada pfenning que nos gastábamos con un trozo de lápiz que humedecía con los labios. Hablaba un alemán áspero y con mucho acento, pero correcto, y también se entendía en polaco. Había nacido cerca de Tarnowitz; en 1919, después de la partición, su familia y él se convirtieron de pronto en ciudadanos polacos, pero decidieron quedarse para no perder la poca tierra que tenían; luego, mataron a su padre en una algarada, durante los días revueltos anteriores a la guerra: Piontek me aseguraba que había sido un accidente y no se lo reprochaba a sus ex vecinos polacos, a la mayoría de los cuales habían expulsado o detenido cuando esa zona de Alta Silesia volvió a incorporarse a Alemania. Otra vez ciudadano del Reich, lo movilizaron y fue a dar a la policía; desde allí, sin saber muy bien cómo, se encontró con que lo destinaban al servicio del Persönalicher Stab, en Berlín. Su mujer, sus dos hijas pequeñas y su anciana madre seguían viviendo en la casa de labor y las veía muy pocas veces, pero les enviaba casi todo el sueldo; y ellas le mandaban a cambio algo para suplir el cotidiano rancho, un pollo, media oca, lo suficiente para invitar a algunos compañeros. Una vez le pregunté si no echaba de menos a su familia: sobre todo a las niñas, me contestó; le dolía no verlas crecer; pero se quejaba; sabía que tenía suerte y que era mil veces preferible aquello a congelarse el culo en Rusia. "Con el permiso de usted, Herr Sturmbannfüher." 


Jonathan Littell
Las benévolas
RBA, Barcelona, 2007, pp. 580-581



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