Triunfo Arciniegas
La tumba de Robert Graves
Deyá, 14 de abril de 2016
Si quieres conocer un lugar hermoso, pregúntale a un poeta. No recuerdo ahora quién dijo la frase. Robert Graves encontró ese lugar en Deyá. Llegó en 1929 con Laura Riding y tuvo que irse en 1936 debido a la guerra. Entonces ya había publicado su obra más famosa, Yo, Claudio. Rey Jesús, otra novela, y La Diosa Blanca. una singular exploración de la poesía, son parte de sus títulos más conocidos.
Como Paul Bowles con Tánger, Robert Graves decidió su vida en Deyá. Volvió a la isla, de manera definitiva, en 1946. Tan definitiva que allí, en el pequeño cementerio de Deyá, descansan sus huesos. Murió en 1985. Treinta y dos años después, por fin he podido venir a conversar con él un rato.
Como Paul Bowles con Tánger, Robert Graves decidió su vida en Deyá. Volvió a la isla, de manera definitiva, en 1946. Tan definitiva que allí, en el pequeño cementerio de Deyá, descansan sus huesos. Murió en 1985. Treinta y dos años después, por fin he podido venir a conversar con él un rato.
Se llega desde Palma de Mallorca por una carretera sinuosa y angosta, atestada de ciclistas. El taxi desde el aeropuerto cuesta cincuenta euros. Como es Viernes Santo, pululan los turistas. A la entrada de Deyá se voltea a la izquierda y se sube por calles estrechas y escaleras, hasta encontrar el cementerio en la cima de la montaña, muy cerca de una venta de mermeladas.
Tumba de Robert Graves Deyá, Mallorca, 14 de abril de 2017 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Desde la puerta, una puerta común y corriente, un poco más ancha que la de cualquier casa, ya se ve la tumba de Robert Graves: simple, junto a un árbol, en la tierra cruda. Sobre el cemento están escritos de manera torpe su nombre, sus fechas primordiales y una sola palabra: "Poeta". Eso es todo.
La visita me ha conmovido hasta las huesos. Así termina todo, me dije, y se me salieron las lágrimas. Ya pasó todo. Ya se fueron a otros aires sus mujeres, ya se regaron por el mundo sus hijos, ya se acabaron todos los afanes. Desde el cementerio se ve la casa del poeta, ahora un museo muy visitado. Y más allá, el mar. Se ve con absoluta nitidez la carretera, como una serpiente. Se ven los autos, que no dejan de pasar, muy lujosos, por cierto, y los ciclistas.
De pronto vi llegar al cementerio una mujer que en otros años amé profundamente. La miré con fijeza, desbocado, y el fantasma desapareció. Así será ahora, supuse, contemplando la mujer de carne y hueso, tan alta y tan delgada, tan blanca, toda elegante, reposada por los años. Y sola. Ya debe descansar bajo tierra el viejo pintor inglés que la alejó de mi sendero, y con su fortuna recorrerá el mundo.
Tierra de delirios, al fin y al cabo.
Tierra de delirios, al fin y al cabo.
De verdad, el lugar es de una belleza indescriptible. Valdría la pena pasar el resto de la vida en estas montañas, con ese mar, con esta brisa tan antigua y tan nueva.
Aunque aún no lo sé, algo ha cambiado en mí en este día. Algo muy profundo, y de manera definitiva.
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