Cristina
Peri Rossi
JULIO CORTÁZAR
Cuando conocí a
Julio Cortázar, en París, en 1973, era un hombre melancólico. (¿Quién que lee
no es un melancólico, quién que escribe no lo es?) Ya se sentía un exiliado y
el golpe militar en Chile y en Uruguay lo había sumergido, de pronto, en una
realidad semejante a la de Rayuela, con la sustancial diferencia de
que los personajes de la novela podían regresar a Buenos Aires, y él, no, como
yo no podía volver a Montevideo. Hay exilios políticos, y otros, sentimentales;
son las separaciones, y para estos, no es necesario cambiar de ciudad. Julio
Cortázar y Aurora Bernárdez, su primera y hasta entonces única esposa, se
habían divorciado, hacía tiempo, ya, pero Cortázar arrastraba cierta tristeza,
una nostalgia por ese matrimonio deshecho que posiblemente sólo le podía
confesar a una mujer ("Cada día me es más difícil hablar con los hombres
–me decía Julio. Con ellos, hay que hablar de temas; en cambio, me gusta
conversar con las mujeres, tienen las emociones a flor de piel, y eso es muy
importante para mí, porque los hombres de mi generación se creían muy machos, y
el falso pudor les impedía hablar de sus sentimientos"). El divorcio lo
había pedido Aurora, a consecuencia de la relación que Julio sostuvo con Ugné
Karvelis, durante el primer viaje que hizo a Cuba, invitado por Fidel Castro, a
partir del cual Julio Cortázar se convirtió en un escritor políticamente
comprometido. (Lo había estado antes, en Argentina, pero entonces, estuvo
comprometido en contra del peronismo; ahora lo estaba a favor de la revolución
latinoamericana que parecía extenderse como una marea incontenible.) Ugné
Karvelis era una mujer muy atractiva, con aspecto de walkyria, vivía y
trabajaba en París –agente y asesora literaria– y era una buena embajadora de
la Revolución Cubana; acerca de su belleza y de su valentía política corrían
muchas leyendas, pero en 1973, la relación entre ambos ya estaba muy
deteriorada, entre otras cosas, por los celos y el alcoholismo de Ugné. Julio
no quería hablar de estos problemas, pero muchas veces se le veía silencioso y
triste. Sufrí en carne propia los celos desmesurados de Ugné (esos celos no
distinguían sexo, opción sexual ni tampoco a los amigos varones). No vivían
juntos, aunque Julio dormía en casa de Ugné casi todas las noches. Además, era
su agente literaria. Julio quiso que yo la conociera, aunque me advirtió:
"Ugné es muy celosa. Te va a odiar. Olvídate de publicar en Francia: lo va
a impedir". La velada en la que nos conocimos fue bastante penosa. Julio
me había invitado a ver, en París, la representación de una de nuestras óperas
favoritas, Turandot, realizada por una famosa compañía teatral de enanos y de
enanas (salvo la protagonista, de estatura normal). Apareció acompañado por
Ugné Karvelis. La incomodidad de ambos era evidente, y pensé que Julio había
tenido que ceder para evitar un conflicto. Intenté tranquilizar a Ugné, pero me
di cuenta de que el problema venía de lejos y que yo era, en ese momento, sólo
una de sus manifestaciones. No hablaron una sola palabra entre ellos, ni antes,
ni después de la función, ni tampoco en la cafetería adonde fuimos luego. Hacía
mucho frío esa noche, en París, y los miembros de la compañía también buscaron
refugio en la cafetería, lo cual animó un poco a Julio - y a mí, todo sea
dicho–, porque la tensión que había entre ellos no era nada saludable. Como
casi todos los depresivos, me hice la pregunta que no tenía que hacerme: ¿Qué
le he hecho yo a esta mujer para que me odie? La pregunta correcta debió ser:
¿Qué le ocurre a esta mujer para que me odie? Ugné era una mujer muy guapa, una
real hembra, y Julio, un hombre muy atractivo, que gustaba mucho a las mujeres;
la relación sexual estaba servida, y el conflicto, también. Sé que Julio
intentó suavizar la hostilidad de Ugné hacia mí, pero no lo consiguió. Tiempo
después, cuando tuve que exiliarme en París y Julio estaba en Brasil, visitando
a su madre de incógnito, la llamé para que me ayudara: yo era una compañera
política indocumentada, perseguida por la Policía de Extranjería de tres
países. La llamé por teléfono, tal como me había indicado Julio, desde Brasil,
pero Ugné fue cortante: "Si tenés problemas, arreglate sola", me
dijo, y dio por finalizada la conversación. Ugné no me brindó la menor ayuda,
ni siquiera quiso verme; en todo caso, gracias a ella, aprendí una amarga
lección: los celos de una mujer, por inmotivados que fueran, están por encima
de la solidaridad y del compañerismo político. (Son muy amargas, las cosas que
se aprenden en el exilio. Pero eso no es lo peor: lo peor es que, posiblemente,
la experiencia no le servirá a otros. Todo tiende a repetirse, como en uno de
los círculos de Dante.) Cuando Julio regresó de Brasil y se enteró de la
actitud de Ugné sufrió un gran disgusto. Tuvo una de esas cóleras frías,
heladas, tan profundas que nada basta para aplacarlas. No sé qué ocurrió entre
ellos, porque era demasiado elegante como para contármelo, pero a partir de ese
momento, sus relaciones fueron todavía más tensas; para huir del conflicto, y
de París, comenzó a viajar con mucha frecuencia, a pesar de que detestaba el
avión. Eran huidas, con el pretexto de un congreso, de una invitación a una
universidad, pero, en realidad, Julio estaba buscando el amor que le faltaba y
dejando atrás una relación cada vez más conflictiva, más peligrosa. "Soy
un hombre solo", me dijo a menudo, y eso se le notaba a veces en la
mirada, en los pasos.
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