jueves, 7 de diciembre de 2023

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Daniel Moyano



Daniel Moyano
EL DÍA DEL GOLPE

El día del golpe de 1976 yo estaba en Córdoba, intentando inscribirme en la Facultad de Filosofía, porque se me había ocurrido estudiar. Cuando regresé a La Rioja había controles como si fuera una ciudad ocupada. Llegué a casa... Me dijeron que habían detenido a casi todos los intelectuales. Muchos eran del diario El Independiente. Además estaba detenido Ramón Eloy López, un poeta, un sacerdote, uno de los tres miembros del Partido Comunista, algunos de la JP y el arquitecto que proyectó la cárcel. Lo metieron en la celda de castigo.

Esa noche dormí en casa, sabía que me podían detener. Había sido amenazado por la Triple A, y por LV14, la emisora local. Una locutora estaba leyendo un capítulo por día de El trino del diablo y le dijeron que si seguía leyendo iban a volar la radio. Me amenazaron a mí, recurrí al gobernador, Carlos Menem, y me había puesto custodia policial en casa. Me levanté temprano, estaba preparando mi ingreso a la Facultad con ese placer de entrar por primera vez a esas disciplinas. Abrí un libro y vi que se detenía un auto: eran cuatro, tres caminaron despacio hacia casa.

Mi hija María Inés, de siete años, dormía, mi hijo Ricardo, que tenía catorce, estaba levantado junto a dos hijos de una familia amiga, y estaba mi mujer. Me apresuré a abrirles la puerta antes de que la derribaran. Era el 25. Pregunté si me podía cambiar de ropa. Dijeron, Sí, pero pronto, y me acompañaron al dormitorio. ¿Llevo documentos? No los va a necesitar, dijo uno. Eso me asustó. Pero no tuve tiempo de tener miedo. Quedé incapaz de reaccionar porque eso era insólito. Yo era periodista, además de escritor, trabajaba para Clarín, y músico y plomero. Me llevaron de casa al cuartel, en silencio. Estaba cerca. Al cuartel entré a los empujones. En un salón enorme estaba media La Rioja de pie, contra la pared (no nos dejaban sentar), con un colchón al lado.

Estuvimos desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Al mediodía trajeron esa polenta asquerosa de las comisarías que nadie quiso comer. Nos hicieron llenar una planilla, una tarjeta, donde teníamos que poner el nombre, profesión e ideología. Nunca me había planteado qué ideología tenía. Pa’ colmo no era ni católico. No sé qué disparate habré puesto. A las seis de la tarde nos arrearon a un autobús..., unas cincuenta personas. Los vidrios estaban tapados con papel pero a través del parabrisas del conductor yo veía la curva que llevaba a la Cárcel Provincial. Nos metieron contra una pared blanca, separados un metro de cada uno, y un hombre dijo: no miren la pared, miren fijo a la arañita (eso lo puse en El vuelo del tigre), busquen una arañita que hay en la pared, y no se miren ni hablen... ¡Las armas son muy celosas y se pueden escapar los tiros! Hicieron ruidos de armas, de sacar los seguros. Había un silencio terrible.

Duró, no sé cuánto..., de golpe se oyó una carcajada de treinta personas, una risa mecánica y fingida. Apareció un tipo y nos puso una cuchara, cosa que nunca me explicaré por qué: una cuchara entre el cinturón y el pantalón a cada uno. Y cuando terminaron de poner las cucharas, vino otro y las retiró, y largaron otra carcajada. La cuchara significaría que nos iban a dar de comer. Y no nos daban de comer.” “Fuimos pasando uno por uno, nos preguntaron nombre y profesión, me sacaron los cordones de los zapatos y el cinturón, y con el pantalón en la mano, me empujaron con la culata del rifle. Subimos una escalera hasta una puerta, me dieron un culatazo y me metieron dentro. ¡No entraba luz por ningún lado! Ahí estuve ocho días en esa celda de castigo, y me daban la comida por un cuadradito de quince por quince. A los ocho días, a otro calabozo. Tenía una ventanita y podía ver el patio. Empecé a medir la hora por la sombra del sol. Un pajarito venía todos los días a la misma hora, a la misma teja: lo conté en El vuelo del tigre. Salía con el mismo rumbo todos los días y así quizá toda la Eternidad. Un día viene un carcelero, que era oficial y riojano, y me dice Oiga, profesor –debía ser pariente de algún alumno del Conservatorio–, quiero decirle que su familia está bien.

Me enteré de que mis libros los secuestraron de la librería Riojana y los quemaron en el cuartel, junto con los de Cortázar y Neruda. Qué honor.

Bajé siete kilos en doce días: hacía gimnasia a escondidas. Cuando me dijeron que podía abandonar la provincia me fui a Buenos Aires, gestioné mi pasaporte, volví a La Rioja y en una semana levanté mi casa. Volvimos todos a Buenos Aires a esperar el barco. El 24 de mayo de 1976, tomamos el ‘Cristóforo Colombo’, y el 8 de junio comenzó el exilio en Barcelona.

Como te contaba, decía Di Benedetto: el exilio no tiene regreso.


Daniel Moyano / Artista de variedades




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