Estaba en Pensacola una tarde, ya después de la guerra, caminando por la calle, cuando me detuve a mirar el escaparate de una librería. Había un libro con una cubierta llamativa titulado la ciudad y el campo. El nombre del autor atrajo mi atención: John Kerouac. Conocía a un Jack Kerouac con el que había estudiado en el instituto y que entonces escribía relatos. ¿Sería él?
Entré y busqué el libro. En la solapa había una fotografía. Lo reconocí inmediatamente. Me quedé atónito. Iba un curso por delante del mío en el instituto, al igual que todos sus amigos. Era fornido y atlético, corría muy rápido. Jugaba al fútbol americano. Sabía que se había ido a Columbia a jugar. Leí varias páginas del libro, y lo compré y me lo llevé a casa.
“Esto lo escribió Jack Kerouac”, le dije a mi mujer, enseñándoselo.
A ella no la conocí hasta mucho después del instituto, así que tuve que ponerla en antecedentes. Le expliqué quién era, pero no le expliqué cómo me había sentido al ver su libro: celoso, incluso asqueado de envidia, superado.
Mi mujer no veía con especial simpatía mi interés por la escritura. Tampoco se oponía; le era indiferente. Pero yo, caminando de uniforme por una calle en Pensacola, de pronto me había topado con la imagen de una vida distinta a la que yo vivía.
La ciudad y el campo del título eran Nueva York –donde Kerouac conoció a las figuras fundamentales de su vida, William Burroughs, Allen Ginsberg, Neal Cassady, y también a varias de las mujeres con las que se casó– y Lowell, Massachussets, su pueblo natal. La escritura está marcadamente influida por Thomas Wolfe. Yo había leído a Thomas Wolfe, las tres novelas colosales, sus largas, exuberantes descripciones de lo prosaico y su naturaleza insaciable, su búsqueda de sentido y amor, que a veces acaban en pie yámbico, la señora Jack, Esther Jack, sacada de su propia vida. Fue esa exuberancia lo que Kerouac encontró en él y transformó en una fuerza torrencial para que la elegía sonara a jazz. Leí La ciudad y el campo; me conmovió profundamente el mero hecho de que se hubiera escrito.
Yo nunca había escrito una novela, aunque lo había intentado. Había escrito varios cuentos. En un momento dado escribí uno mucho más largo y se lo enseñé a un buen amigo. Su novia y él lo leyeron y me aconsejaron que lo rompiera. Es una lección de humildad escribir algo sobre ti mismo y verlo ridiculizado. Claro que yo había fingido que no era sobre mí, pero se traslucía en cada página.
No sé de dónde sale el afán de escribir. No creo que sea innato, pero llega pronto. Yo no albergaba un demon, como al parecer le ocurría a Faulkner, o a D. H. Lawrence, pero hay escritores que no están poseídos de ese modo. No creo que fuera el caso de Ford Madox Ford. John Updike no tenía demon. Tampoco Lampedusa. Sea como sea, el genio obra a su antojo. Lo mío era solo un deseo que podría haber durado hasta cierto punto. Entonces apareció en mi camino una figura compasiva. Era un agente que había dirigido mucho tiempo una revista y que me aceptó a pesar de que no hubiera publicado ni pudiera mostrar nada aparte de aquel único intento, pero yo había seguido trabajándolo y le pareció lo bastante bueno para presentarlo.
En mi otra vida, me habían destinado al transporte aéreo. Era aburrido pero eres joven; los nombres de lugares lejanos significan algo para ti. Nadie pensaba que habría una guerra; eso se había acabado, Hablo de 1946, cuatro años antes de que la Guerra de Corea estallara de repente, como una tormenta, casi pareció que de la noche a la mañana. Cuando eso ocurrió, yo estaba en el cuerpo de cazas y ansioso por entrar en combate. Sería ridículo morir en un caza y que no fuera en la guerra. Fue operístico, decir adiós y cargar con el miedo de no volver… sin confesarlo nunca.
En algún momento recibí una nota de mi agente: Harper’s había rechazado el manuscrito, pero, al devolverlo, el editor había dicho: “Si escribe otro libro, nos interesaría verlo”. Así que por fin era escritor. O quizá lo sería al cabo de cinco años. Ése fue el tiempo que transcurrió desde el momento en que volví a empezar hasta que terminé.
La novela que empecé fue Pilotos de caza. Supe desde el principio cuál sería el estilo, pero no la forma. No podía encontrarla, por más vueltas que le daba y a pesar de que prácticamente la veía, es decir, la imaginaba escrita. Hasta que un día la vi clara. Me senté y escribí en la zona en blanco de un mapa el esbozo de la novela en capítulos. Me la aceptaron e incluso me mandaron un contrato para otra.
James Salter
El arte de la ficción