TAXISTA
El taxista que nos conduce a la playa lleva un vallenato espantoso que no nos deja conversar. Le pido que ponga su música en un tono más bajo y él me responde que el radio tiene el volumen dañado. La conversación se vuelve un acto de lucha libre contra el ruido. Una tortura, definitivamente. Le digo al taxista que ya que su música no me gusta, que tampoco me estorbe. Hay que hacer algo, insisto. Entonces él parquea el carro en el borde de la carretera, y con un viejo destornillador corta por lo sano: arranca el radio. Oigo con gratitud el sonido de la brisa, el rugido del mar. Sé que el taxista ha hecho todo eso porque soy su cliente; si yo no le estuviera pagando tendría que soportar sus vallenatos patéticos. No lo niego: me encantan estas pequeñas ventajas del capitalismo.
Alberto Salcedo Ramos en Casa de citas
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