Álvaro Mutis |
EN LA CORTE DE FELIPE II
Hubiera querido vivir durante buena parte del reinado de su muy católica majestad el rey Felipe II, gozando de la confianza y aprecio del monarca.
En un vasto palacio madrileño, destartalado e incómodo hubiera reunido una pequeña corte de enanos y monstruos, entre servidores y bufones, a quienes les hubiera recordado a toda hora sus deformidades y lacerías.
Complicado en todas las intrigas del palacio real, participando en la caída de Antonio Pérez, siendo cómplice y gestor de la muerte del Infante don Carlos, formando parte de la comitiva que viajó a París para acompañar a la dulce esposa francesa del pálido monarca, hubiera conocido de cerca al bearnés Enrique IV y hubiera estado de acuerdo con él en aquello de que "París bien vale una misa".
En una misión secreta ante el Príncipe Guillermo de Orange, después apodado el Taciturno y quien ya comenzara a inquietar los estados de Flandes, hubiera querido pasear por la jocunda y coprofílica, sensual y glotona región de los Países Bajos y Ana de Saboya, la casquivana y desordenada esposa del príncipe, me hubiera hecho demorar más de la cuenta.
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