Triunfo Arciniegas
El día del fotógrafo
Los Ángeles, California, 20 de noviembre de 2013
Después de una larga semana de búsqueda en Los Angeles, compré mi supercámara. No sobra añadir que me costó un ojo de la cara. Para llegar a la tienda en Santa Mónica, necesité dos trenes y dos autobuses. Y de regreso, nada más dos autobuses. Sin contar el primer viaje.
Resulta que en internet encontré la dirección de una tienda: 2250 West Pico Boulevard. Averigüé la manera de llegar y me puse en marcha. Tomé el metro en Highland Station hasta 7th St., y desde allí continué en el metro que va a Long Beach, la línea azul. Me bajé en Pico Station y pregunté a una pareja dónde quedaba la bendita Pico Boulevard. Estaba apenas a unos pasos, pero la dirección que necesitaba si estaba muy lejos. Me encontraba a la altura de 600 y debía llegar a 2250. Tomé un autobús con la misma tarjeta del metro y me bajé casi al frente de la tienda. Pero no era una tienda de cámaras sino de comida, maldita sea. Para corroborar le enseñé la dirección al mismo hombre de la tienda y dijo que eso era antes. No lo vi muy seguro. Le pregunté dónde podía comprar una cámara y me aconsejó que fuera a Santa Mónica. No me precisó una dirección. Suele suceder. Caminé por Pico Boulevard mientras pensaba. Entonces llegué a Vermont Avenue (o era Belmont) y seguí caminando. Llegué a la Korean Downtown, cuyos restaurantes debería probar uno por uno, tomé algunas fotos y seguí caminando. En Wilshire, que conocí el otro día y no me gustó, tomé el metro hasta Highland Station.
Volví al hotel y consulté en internet por otras tiendas. Vi dos direcciones: 10865 Pico Boulevard y 11301 West Pico Boulevard. Había una ruta menos larga pero muy complicada, y estaba la que acababa de hacer. Eso hice: volví a Higland Station, 7th Street y Pico. Otra vez el burro al trigo. Volví a tomar el autobus en Pico Boulevard hasta que se acabó el recorrido. Seguí a pie mientras me alcanzaba otro autobús: quedaba mucho trecho. Pagué un dolar porque ya no admitían mi tarjeta y decidí probar suerte en la dirección más lejana. Si no encontraba la cámara, de regreso probaría en 10865. Tuve suerte. Compré la cámara, con dos lentes (18/135 y 55/250), tarjeta de 32 GB, dos baterías y un morral absolutamente precioso. Todo por un ojo de la cara. Por ambos, digamos.
Ya era de noche cuando salí de la tienda. Corrección: era de noche cuando llegué a la tienda. Tenía que caminar hasta un paradero, y ahora con dos cámara, mi antigua Canon Rebel T3 y mi nueva Canon. En vez de regresar al último paradero porque había un terreno muy despoblado que no quise repetir, seguí hacia el norte en busca de otro. Los paraderos están muy separados en Los Angeles y los autobuses se demoran una eternidad. Las distancias son una barbaridad. Un auto propio se vuelve imprescindible para no perder tanto tiempo. Empiezo a entender ese cuento de que el tiempo es oro. En Los Angeles no me acuesto una hora a hacer mi terapia, con hielo a la mano. Prescindo del hielo y hago mis ejercicios mientras camino o en el autobus o en el metro. La gente que me ve hacer tantos gestos creerá que estoy loco, pero se trata de gente que no me volveré a cruzar en la vida. Ya no me veo tan torcido en las fotos.
Un siglo después llegué a un paradero y tomé un autobús hasta La Brea, donde tuve que esperar casi una hora. Pensé que se trataba de un paradero fuera de servicio. Ya estaba dispuesto a caminar hasta Hollywood (imaginó que un par de horas), cuando apareció el bienaventurado autobús que me dejó en Highland. Comí unas pastas con pollo antes de venir al hotel. Un hombre que me estaba mirando se admiró de mi manera de comer. Siempre lo hago así, a toda velocidad, como un arriero, antes de que se vayan las bestias. "Incredible", exclamó. Su mujer añadió algo que no entendí. Les di las buenas noches y salí del restaurante.
Resulta que en internet encontré la dirección de una tienda: 2250 West Pico Boulevard. Averigüé la manera de llegar y me puse en marcha. Tomé el metro en Highland Station hasta 7th St., y desde allí continué en el metro que va a Long Beach, la línea azul. Me bajé en Pico Station y pregunté a una pareja dónde quedaba la bendita Pico Boulevard. Estaba apenas a unos pasos, pero la dirección que necesitaba si estaba muy lejos. Me encontraba a la altura de 600 y debía llegar a 2250. Tomé un autobús con la misma tarjeta del metro y me bajé casi al frente de la tienda. Pero no era una tienda de cámaras sino de comida, maldita sea. Para corroborar le enseñé la dirección al mismo hombre de la tienda y dijo que eso era antes. No lo vi muy seguro. Le pregunté dónde podía comprar una cámara y me aconsejó que fuera a Santa Mónica. No me precisó una dirección. Suele suceder. Caminé por Pico Boulevard mientras pensaba. Entonces llegué a Vermont Avenue (o era Belmont) y seguí caminando. Llegué a la Korean Downtown, cuyos restaurantes debería probar uno por uno, tomé algunas fotos y seguí caminando. En Wilshire, que conocí el otro día y no me gustó, tomé el metro hasta Highland Station.
Volví al hotel y consulté en internet por otras tiendas. Vi dos direcciones: 10865 Pico Boulevard y 11301 West Pico Boulevard. Había una ruta menos larga pero muy complicada, y estaba la que acababa de hacer. Eso hice: volví a Higland Station, 7th Street y Pico. Otra vez el burro al trigo. Volví a tomar el autobus en Pico Boulevard hasta que se acabó el recorrido. Seguí a pie mientras me alcanzaba otro autobús: quedaba mucho trecho. Pagué un dolar porque ya no admitían mi tarjeta y decidí probar suerte en la dirección más lejana. Si no encontraba la cámara, de regreso probaría en 10865. Tuve suerte. Compré la cámara, con dos lentes (18/135 y 55/250), tarjeta de 32 GB, dos baterías y un morral absolutamente precioso. Todo por un ojo de la cara. Por ambos, digamos.
Ya era de noche cuando salí de la tienda. Corrección: era de noche cuando llegué a la tienda. Tenía que caminar hasta un paradero, y ahora con dos cámara, mi antigua Canon Rebel T3 y mi nueva Canon. En vez de regresar al último paradero porque había un terreno muy despoblado que no quise repetir, seguí hacia el norte en busca de otro. Los paraderos están muy separados en Los Angeles y los autobuses se demoran una eternidad. Las distancias son una barbaridad. Un auto propio se vuelve imprescindible para no perder tanto tiempo. Empiezo a entender ese cuento de que el tiempo es oro. En Los Angeles no me acuesto una hora a hacer mi terapia, con hielo a la mano. Prescindo del hielo y hago mis ejercicios mientras camino o en el autobus o en el metro. La gente que me ve hacer tantos gestos creerá que estoy loco, pero se trata de gente que no me volveré a cruzar en la vida. Ya no me veo tan torcido en las fotos.
Un siglo después llegué a un paradero y tomé un autobús hasta La Brea, donde tuve que esperar casi una hora. Pensé que se trataba de un paradero fuera de servicio. Ya estaba dispuesto a caminar hasta Hollywood (imaginó que un par de horas), cuando apareció el bienaventurado autobús que me dejó en Highland. Comí unas pastas con pollo antes de venir al hotel. Un hombre que me estaba mirando se admiró de mi manera de comer. Siempre lo hago así, a toda velocidad, como un arriero, antes de que se vayan las bestias. "Incredible", exclamó. Su mujer añadió algo que no entendí. Les di las buenas noches y salí del restaurante.
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