Él: ¡No mames! Perdón, perdón... No es tan grave, gorda. Pero ¡chale! ¿Arjona? No me lo esperaba...
Ella: ¿Qué tiene de malo? Sí lo oyes bien te vas a dar cuenta que es un poeta.
Él: No lo voy a discutir, a escasos minutos del apocalipsis. Cada quien sus gustos. Me toca. He leído a escondidas a Paulo Coelho. Mmmmmm. Todos sus libros.
Ella: ¡Ya ves! Eso sí está cabrón. Con tanto que lo criticabas en público. ¿Dónde los escondiste?
Él: Arriba, en el cuartito, atrás de la vieja lavadora de tu madre.
Ella: ¿Junto a tus revistas porno? No los vi.
Él: ¿Me estás espiando? ¿No me tienes confianza?
Ella: Fue de casualidad. Las hallé mientras buscaba mi álbum de la prepa.
Él: ¿Ese donde sales en las piernas del ojete de barba enseñando los calzones?
Ella: ¡Era mi novio y no era ojete! ¡Y nunca leyó a Coehlo a escondidas! ¡Y no se me veían los calzones!
Abren las segunda botella de sidra. La conversación sube de tono. Están a escasos minutos del fin del mundo.
Ella: ¿Tú tienes mi álbum de la prepa?
Él: Lo tiré a la basura. Pinche zorrita.
Ella: Debe estar junto a todas tus revistas. Cabrón.
Se comienzan a gritar cada vez más fuerte. Ella le tira la botella vacía y no le da por milímetros. Él hace ademán de levantarle la mano. Ella se echa a llorar sobre la cama.
En la iglesia suenan las doce campanadas. Las últimas campanadas del mundo.
Y no pasa nada...
Bueno, sí pasa. Salen de la casita y cada quién se va para el lado contrario de la calle.
Al fin y al cabo se cumplió la profecía. Y por lo menos a esos dos, se les acabó el mundo.
Menos mal.
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