Reinaldo Arenas
EL DESPERTAR SEXUAL
Mis relaciones sexuales de por entonces fueron con los animales. Primero, las gallinas, las chivas, las puercas. Cuando crecí un poco más, las yeguas; templarse una yegua era un acto generalmente colectivo. Todos los muchachos nos subíamos a una piedra para poder estar a la altura del animal y disfrutábamos de aquel placer; era un hueco caliente y, para nosotros, infinito.
No sé si el verdadero placer consistía en hacer el acto sexual con la yegua o si la verdadera excitación provenía de ver a los demás haciéndolo. El caso es que, uno por uno, todos los muchachos de la escuela, algunos de mis primos y algunos incluso de aquellos jóvenes que se bañaban desnudos en el río, hacíamos el amor con la yegua.
Sin embargo, mi primera relación sexual con otra persona no fue con uno de aquellos muchachos, sino con Dulce Ofelia, mi prima, que también comía tierra igual que yo. Debo adelantarme a aclarar que eso de comer tierra no es nada literario ni sensacional; en el campo todos los muchachos lo hacían; no pertenece a la categoría del realismo mágico, ni nada por el estilo; había que comer algo y como lo que había era tierra, tal vez por eso se comía... Mi prima y yo jugábamos a los médicos detrás de la cama y no recuerdo por qué extraña prescripción facultativa, terminábamos siempre desnudos y abrazados; aunque aquellos juegos se prolongaron durante meses, nunca llegamos a practicar la penetración, ni el acto consumado. Quizá todo se debía a una torpeza de nuestra precocidad.
El acto consumado, en este caso la penetración recíproca, se realizó con mi primo Orlando. Yo tenía unos ocho años y él tenía doce. Me fascinaba el sexo de Orlando y él se complacía en mostrármelo cada vez que le era posible; era algo grande, oscuro, cuya piel, una vez erecto, se descorría y mostraba un glande rosado que pedía, con grandes saltos, ser acariciado. Una vez, mientras estábamos encaramados en una mata de ciruela, Orlando me mostraba su hermoso glande cuando se le cayó el sombrero; todos éramos guajiros con sombrero. Yo me apoderé del suyo, eché a correr y me escondí detrás de una planta, en un lugar apartado; él comprendió exactamente lo que yo quería; nos bajamos los pantalones y empezamos a masturbarnos. La cosa consistió en que él me la metió y después, a petición suya, yo se la metí a él; todo esto entre un vuelo de moscas y otros insectos que, al parecer, también querían participar en el festín.
.
Reinaldo Arenas
Antes que anochezca
Barcelona, Tusquets, 1992, pp. 28-29
No hay comentarios:
Publicar un comentario