jueves, 31 de diciembre de 2020
Triunfo Arciniegas / Diario / Un año duro
miércoles, 30 de diciembre de 2020
Las canciones más bellas del mundo / Mía
Porque jamás dejarás de nombrarme
Y cuando duermas
Habrás de soñarme
Hasta tú misma dirás
Que eres mía
Aunque mañana te liguen otros lazos
No habrá quien sepa llorar
En tus brazos
Nunca te olvides sigues siendo mía
Aunque tú vayas por otro camino
Y aunque jamás nos ayude el destino
Nunca te olvides sigues siendo mía
Aunque con otro contemples la noche
Y de alegría hagas un derroche
Nunca te olvides sigues siendo mía
Porque jamás dejarás de nombrarme
Y cuando duermas
Habrás de soñarme
Hasta tú misma dirás
Que eres mía
Aunque mañana te liguen otros lazos
No habrá quien sepa llorar
En tus brazos
Nunca te olvides sigues siendo mía
Las canciones más bellas del mundo / Armando Manzanero / No sé tú
Armando Manzanero
NO SÉ TÚ
Luis Miguel / No sé tú
(Video Oficial)
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Las canciones más bellas del mundo / Charles Aznavour / Hier encore
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Las canciones más bellas del mundo / Can´t take my eyes off you
Las canciones más bellas del mundo / Joss Stone / The High Road
Las canciones más bellas del mundo / Frank Sinatra / Killing me Sofly
Las canciones más bellas del mundo / Frank Sinatra / Fly me to the Moon
Las canciones más bellas del mundo / Frank Sinatra / That´s Life
Las canciones más bellas del mundo / Sting / Shape of my Heart
Las canciones más bellas del mundo / Carlos Gardel / Por una cabeza
martes, 29 de diciembre de 2020
Triunfo Arciniegas / Diario / Las vueltas de la vida
Casa de citas / Poe / Sobre el arte de la venganza
Edgar Allan Poe Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Edgar Allan Poe
SOBRE EL ARTE DE LA VENGANZA
Ustedes, sin embargo, que conocen muy bien mi alma, no pensarán que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
You, who so well know the nature of my soul, will not suppose, however, that I gave utterance to a threat. At length I would be avenged; this was a point definitively settled —but the very definitiveness with which it was resolved, precluded the idea of risk. I must not only punish, but punish with impunity. A wrong is unredressed when retribution overtakes its redresser. It is equally unredressed when the avenger fails to make himself felt as such to him who has done the wrong.
Poe / The Cask of Amontillado
lunes, 28 de diciembre de 2020
Casa de citas / Rachel Cusk / Maniquíes
Rachel Cusk
MANIQUÍES
Rachel Cusk, La última cena
Casa de citas / Rachel Cusk / La vida
LA VIDA
La vida que habíamos construido juntos se desarmó, como un puzle convertido en un montón de piezas con los bordes recortados.
domingo, 27 de diciembre de 2020
Casa de citas / Ted Chiang / Sobre la creación
Ojalá pudiera escribir más. Ojalá pudiera escribir con una mayor celeridad, pero me resulta imposible. Tardo meses, a veces, años, en desarrollar una idea. Me asaltan ideas todo el tiempo, pero solo me quedo con las que me atormentan. Las que vuelven una y otra vez. Entonces trato de encontrar la manera de convertirlas en un cuento.
Tengo buenos y malos días, como todo el mundo. La política norteamericana me resulta, por ejemplo, descorazonadora, y me hace pensar en lo peor del ser humano. Pero no quiero pasar meses, ni años, que es lo que tardo en escribir mis relatos, como he dicho, pensando en lo peor del ser humano. Quiero pensar en lo mejor, porque la gente puede ser maravillosa. En cierto sentido lucho contra mi propia condición, porque tiendo a ser cínico y pesimista. Supongo que la ficción es una especie de armadura que no me deja caer.
Ted Chiang / “La ciencia-ficción hace creíble cualquier premisa de la filosofía”
Casa de citas / Ted Chiang / El capitán Cook
Ted Chiang
El CAPITÁN COOK
En 1770, la nave Endeavour del capitán Cook encalló en la costa de Queensland, Australia. Mientras una parte de sus hombres hacía las reparaciones, Cook encabezó un equipo de exploración y se encontró con los aborígenes. Uno de los marineros señaló a los animales que daban saltos a su alrededor con sus crías metidas en bolsas, y le preguntó a un aborigen cómo se llamaban. El aborigen contestó: «Kanguru». Desde entonces, Cook y sus marineros se refirieron a estos animales con esta palabra. No fue hasta después que supieron que significaba:
Ted Chiang / La historia de tu vida
sábado, 26 de diciembre de 2020
Casa de citas / Billy Wilder / Mujeres
Billy Wilder
MUJERES
–Holmes, permítame una pregunta. No quisiera parecer indiscreto pero, ¿ha habido mujeres en su vida?
–La respuesta es sí: me parece usted indiscreto.
Billy Wilder / La vida privada de Sherlock Holmes
Casa de citas / Billy Wilder / Marilyn Monroe
Casa de citas / Billy Wilder / Es más interesante cuando alguien entra por la ventana
viernes, 25 de diciembre de 2020
Casa de citas / Shirley Jackson / Exportamos libros y niños
Shirley Jackson e hijos |
Shirley Jackson
EXPORTAMOS LIBROS Y NIÑOS
Me disgusta mucho escribir sobre mí misma o mi trabajo, y cuando me presionan para aportar material autobiográfico sólo puedo dar un escueto esbozo cronológico que, naturalmente, no contiene hechos relevantes. Nací en San Francisco en 1919 y pasé la mayor parte de mi vida temprana en California. Me casé en 1940 con Stanley Edgar Hyman, crítico y numismático, y vivimos en Vermont, una tranquila comunidad rural con bellos paisajes y confortablemente lejos de la vida de la ciudad. Nuestras principales exportaciones son libros y niños, las cuales producimos en abundancia. Los niños son Laurence, Joanne, Sarah y Barry: mis libros incluyen tres novelas, The Road Through the Wall (en inglés), Hangsaman, The Bird Nest (El nido el pájaro) y una colección de historias cortas, The Lottery (La Lotería). Life Among the Savages es una memoria irrespetuosa para mis hijos.
jueves, 24 de diciembre de 2020
Maggie O'Farrell / La extraña desaparición de Esme Lennox XII
Maggie O'Farrell |
Maggie O'Farrell
La extraña desaparición de Esme Lennox
XII
—No lo entiendo —dice Alex desde el otro lado del mostrador. Es domingo, hora de almorzar, y se ha pasado con Fran por la tienda para llevarle a Iris un bocadillo fantástico de un establecimiento carísimo—. No lo entiendo.
—Alex, ya te lo he explicado cuatro veces. —Está apoyada en el mostrador, toqueteando la fina piel de un guante de ante. La suavidad es curiosamente desagradable, y se estremece—. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? A ver si te entra en la cabezota.
—Creo que Alex quiere decir que es muy complicado —interviene Fran con voz suave—. Que son muchas cosas para asimilar.
Iris se centra un momento en su cuñada. Toda ella parece monocromática, en una especie de beis claro: el pelo, la piel, la ropa. Está sentada en una de las sillas que Iris ha colocado cerca del probador. Tiene sus piernas cruzadas y —¿serán imaginaciones suyas?— la gabardina cerrada como para protegerse. No le gusta la ropa, de segunda mano, ya se lo comentó en una ocasión. ¿Y si alguien se murió con ella puesta?, había preguntado. Bueno, ¿qué?, replicó entonces Iris.
Alex sigue insistiendo en lo de Euphemia Lennox.
—¿Me estás diciendo que nadie sabía de su existencia, ni tú ni tu madre ni nadie?
Iris suspira.
—Pues sí, eso es justamente lo que te estoy diciendo. Según mamá, papá estaba convencido de que la abuela era hija única, y por lo visto la abuela comentaba con frecuencia que no tenía hermanos.
Él da un bocado a su sándwich y habla con la boca llena.
—Entonces, ¿quién te asegura que no se trata de un error de esa gente?
Iris le da la vuelta al guante. Tiene tres botones de nácar en la estrecha muñeca.
—No es un error. Euphemia... —Se interrumpe y mira a su cuñada. Luego se inclina hacia delante, hasta que la frente llega a tocar el cristal frío del mostrador—. Hay papeles —declara, y se incorpora de nuevo—. Documentos legales, pruebas irrefutables. Esa mujer es quien asegura ser. La abuela tiene una hermana, viva y sana, que vive en un manicomio.
—Es tan... —Fran tarda en encontrar la palabra que busca, hasta tiene que cerrar los ojos debido al esfuerzo— tan extraño —concluye por fin, exprimiendo cada vocal—. Que eso pase en una familia. Es muy, muy... —Vuelve a cerrar los ojos, ceñuda, pensando.
—¿Extraño? —apunta Iris. Es una palabra hacia la que alberga una particular antipatía.
—Sí. —Las dos mujeres se miran un momento. Fran parpadea—. No quiero decir que tu familia sea extraña, Iris, es sólo que...
—Tú no conoces a mi familia.
Fran se echa a reír.
—Bueno, conozco a Alex. —Tiende la mano para tocarle la manga, pero él está demasiado apartado, de manera que la mano cae en el espacio que los separa.
Iris no contesta. Quiere decir: ¿Qué sabrás tú? Quiere decir: Yo hice todo el viaje hasta Connecticut para tu boda y a nadie de tu familia se le ocurrió dirigirme ni una palabra, eso sí que es extraño. Quiere decir: Te di como regalo de boda lo que posiblemente sea el vestido escandinavo más bonito de los años sesenta y no te he visto llevarlo ni una sola vez.
—La cuestión es —declara Iris, apartando de nuevo la vista— qué voy a hacer yo. Si voy a...
—Eh, un momento. —Alex deja la botella de agua e Iris se eriza ante el tono imperativo—. Esto no tiene nada que ver contigo.
—Sí lo tiene, Alex, es...
—NO. Esa mujer es... ¿Qué? ¿Una pariente lejana...
—Es mi tía abuela, no me parece tan lejana.
—Ya. Mira, todo este jaleo es culpa de otra persona, de tu abuela en todo caso. No tiene nada que ver contigo. Y tú no deberías hacer nada, ¿me oyes, Iris? Prométeme que no harás nada.
Maggie O'Farrell / La primera mano que sostuvo la mía / Reseña
Historias de Maggie O' Farrell / Entre la vida y la muerte
Maggie O’Farrell wins Women’s Prize for Fiction for Hamnet
‘Hamnet’ Review / Shakespeare & Son
Maggie O’Farrell / ‘I wanted to give this boy, overlooked by history, a voice’
Hamnet by Maggie O'Farrell: Historical novel connects death of a son with the birth of Hamlet
Maggie O'Farrell / Teachers would say 'Are your family in the IRA?'
Maggie O’Farrell: ‘Having to bury a child must be unlike anything else’
Hamnet by Maggie O’Farrell review – tragic tale of the Latin tutor’s son
Maggie O'Farrell's 'wonderful' Hamnet declared Waterstones book of the year
Maggie O'Farrell / La extraña desaparición de Esme Lennox XI
Maggie O'Farrell
La extraña desaparición de Esme Lennox
XI
Iris, una enfermera y la asistente social bajan en ascensor. Parecen tardar mucho tiempo. Iris se imagina que deben de estar hundiéndose en el lecho de roca sobre el que se alza la ciudad. Echa un vistazo furtivo a la asistente social, pero ésta tiene la mirada fija en los números iluminados de las plantas. La enfermera lleva en el bolsillo un pequeño dispositivo electrónico. Iris se pregunta para qué servirá, cuando el ascensor se detiene con un ligero salto. Las puertas se abren. Ante ellas se alza un esqueleto de barrotes. La enfermera tiende la mano para marcar un código, pero se vuelve hacia Iris.
—No se aleje —le advierte—. Y no se quede mirando.
Ya están fuera de los barrotes al otro lado de los barrotes, que se cierran tras ellas, en un pasillo de luces fluorescentes y linóleo marrón rojizo que desprende un penetrante olor a lejía.
Iris tarda un rato en comprender qué hay de extraño en ese lugar. No sabe qué esperaba —¿perturbados farfullando cosas ininteligibles?, ¿locos lanzando aullidos?—, pero en cualquier caso nada parecido a ese silencio meditabundo. Todos los hospitales en que ha estado eran un hervidero, se hallaban atestados, los pasillos llenos de gente que andaba, hacía cola, esperaba. En cambio, Cauldstone está desierto, es un hospital fantasma. El verde de las paredes brilla como radio, los suelos están pulidos como espejos. Le gustaría preguntar dónde se ha metido todo el mundo, pero la enfermera ha introducido un código en otra puerta y de pronto se percibe un nuevo olor.
Es fétido, opresivo. Cuerpos que han llevado demasiado tiempo la misma ropa, comida recalentada demasiadas veces, habitaciones donde las ventanas nunca se abren. Atraviesan la primera puerta abierta e Iris descubre un colchón apoyado contra la pared, un sillón cubierto de papel. Aparta la mirada y al otro lado del cristal blindado del pasillo ve un jardín cerrado. En el suelo de cemento danzan papeles, tazas de plástico y otros desechos. Al volverse cruza la mirada con la asistente social. Iris es la primera en apartarla. Pasan por otra serie de puertas y la enfermera se detiene.
Entran en una habitación con sillas alineadas contra las paredes. Tres mujeres juegan a las cartas en una mesa. Por las altas y estrechas ventanas gotea débilmente la luz solar, y desde el techo murmura un televisor. Iris aguarda debajo de él mientras la enfermera consulta algo con otra. Una mujer con una chaqueta de punto larga y deformada se planta delante de ella, cerca, demasiado cerca. Bascula el peso de un pie al otro.
—¿Tienes un cigarrillo? —pregunta.
Iris la mira un momento. Es joven, más que ella tal vez, las raíces del pelo son negras, pero el resto es de un rubio pajizo.
—No —contesta Iris—. Lo siento.
—Un cigarrillo —la apremia la otra—. Por favor.
—Es que no tengo tabaco, lo siento.
La mujer no responde ni se retira. Iris nota en el cuello su aliento rancio. Al otro lado de la sala, una mujer mayor con un vestido arrugado va de una silla a otra diciendo en voz alta y clara:
—Siempre está cansado cuando viene, siempre cansado, muy cansado, así que he de preparar el té.
Otra mujer está sentada encogida, apretando los puños sobre la cabeza.
Entonces se oye el grito:
—¡Euphemia!
Una enfermera espera en una puerta con los brazos en jarras. Iris sigue su mirada hasta el otro extremo del pasillo, donde ve a una mujer alta, de puntillas ante una ventana elevada, dándoles la espalda.
—¡Euphemia! —grita de nuevo la enfermera. Luego se vuelve hacia Iris con gesto exasperado—. Sé que me oye. Euphemia, tienes visita.
La mujer se vuelve, primero la cabeza, luego el cuello, a continuación el cuerpo. Parece tardar un tiempo extraordinario, y a Iris le recuerda a un animal que saliera de su letargo. Euphemia alza los ojos hacia ella y la mira desde el otro extremo de la habitación. Observa después a la enfermera y de nuevo a Iris. Tiene una mano entrelazada en el enrejado de la ventana. Abre los labios pero no emite sonido alguno y, por un momento, parece que no se decidirá a hablar. Luego carraspea.
—¿Quién eres? —pregunta.
—¡Genial! —interrumpe la enfermera, en voz tan alta que Iris se pregunta si la anciana estará un poco sorda—. No recibes muchas visitas, ¿verdad, Euphemia?
La visitante echa a andar hacia la mujer.
—Soy Iris. —Detrás oye susurrar a la chica del cigarrillo: «Iris, Iris»—. No me conoces. Soy... soy la nieta de tu hermana.
Euphemia frunce el entrecejo. Se observan mutuamente. Iris cae en la cuenta de que esperaba encontrarse con una viejecita frágil o enferma, algo senil, la bruja de un cuento de hadas. Pero esta mujer es alta, tiene el rostro anguloso y unos ojos inquisitivos, cierto aire altivo, una expresión pícara, las cejas enarcadas. Aunque debe de tener más de setenta años, se advierte en ella algo incongruentemente infantil. Se sujeta el pelo a un lado con una horquilla y lleva un vestido de flores con vuelo. No es el atuendo de una anciana.
—Kathleen Lockhart es mi abuela —explica Iris al llegar junto a ella—. Tu hermana. ¿Kathleen Lennox?
La mano que se agarra a la ventana da una ligera sacudida.
—¿Kitty?
—Sí, supongo.
—¿Tú eres la nieta de Kitty?
—Eso es.
Euphemia adelanta la mano sin previo aviso y agarra a la visitante por la cintura. Iris da un respingo y retrocede casi sin querer, antes de volverse buscando a la enfermera o la asistente social. La anciana la suelta de inmediato.
—No te preocupes —la tranquiliza con una curiosa sonrisa—. No muerdo. Siéntate, nieta de Kitty. —Se sienta en una silla y señala la que tiene al lado—. No quería asustarte.
—No estaba asustada.
Euphemia sonríe de nuevo.
—Sí lo estabas.
—Euphemia, yo...
—Esme —la corrige ella.
—¿Cómo?
Euphemia cierra los ojos.
—Me llamo Esme.
Iris mira a las enfermeras. ¿Ha habido un error?
—Si vuelves a mirarlas —advierte Euphemia con voz serena—, aunque sea sólo una vez, vendrán por mí. Me encerrarán sola un día entero, tal vez más, algo que me gustaría evitar por razones que sin duda te resultarán obvias. Te repito que no te haré daño, y te prometo que lo digo de verdad, así que, por favor, no vuelvas a mirarlas.
Iris baja la vista al suelo, a las manos de la mujer que se alisa el vestidosobre las rodillas, a sus propios zapatos.
—Vale. Lo siento.
—Siempre he sido Esme —prosigue la anciana en el mismo tono—. Por desgracia, en mi historial y mis notas sólo se registra mi nombre oficial, que es Euphemia. Euphemia Esme. Pero siempre he sido Esme. Mi hermana —la mujer mira a Iris de reojo— decía que «Euphemia» suena como un estornudo.
—¿Y no les has dicho que te amas Esme?
La mujer sonríe, observándola fijamente.
—¿Tú crees que me escucha?
Iris intenta no apartar la vista, pero se encuentra mirando el raído cuello del vestido, los ojos hundidos, los dedos que se aferran a los reposabrazos.
Esme se inclina hacia ella.
—Tendrás que perdonarme —murmura—. No estoy acostumbrada a hablar tanto. Últimamente he perdido la costumbre, y ahora resulta que no puedo parar. Bueno, cuéntame. Kitty tuvo hijos.
—Sí —se sorprende Iris—. Uno. Mi padre. ¿Es que no... no lo sabías?
—¿Yo? No. —Sus ojos chispean mientras recorren la habitación en penumbra—. Como puedes ver he estado apartada mucho tiempo.
—Ha muerto.
—¿Quién?
—Mi padre. Murió cuando yo era pequeña.
—¿Y Kitty?
La mujer del cigarrillo sigue entonando el nombre de la visitante entre dientes, y en algún rincón la otra sigue hablando del hombre cansado y el té.
—¿Kitty? —repite Iris, distraída.
—¿Está...? —Esme se inclina hacia ella, se humedece los labios—. ¿Está viva?
Iris no sabe cómo decirlo.
—Más o menos —contesta precavida.
—¿Más o menos?
—Tiene alzhéimer.
Esme se queda mirándola.
—¿Alzhéimer?
—Es una especie de pérdida de memo...
—Ya sé lo que es.
—Ah, lo siento.
Esme mira un momento por la ventana.
—Van a cerrar esto, ¿verdad? —pregunta de pronto.
Iris vacila y está a punto de mirar a las enfermeras antes de recordar que no debe hacerla.
—Ellos lo niegan —insiste Esme—, pero es verdad, ¿no?
Iris asiente en silencio.
La anciana le agarra la mano entre las suyas.
—Has venido por mí —dice con apremio—. Por eso has venido.
Iris se fija en su cara. Esme no se parece en nada a su abuela. ¿Es de verdad posible que esta mujer sea pariente suya?
—Esme, hasta ayer ni siquiera sabía de tu existencia, ni siquiera había oído mencionar tu nombre. Me gustaría ayudarte, de verdad...
—¿A eso has venido? Dime sí o no.
—Te ayudaré todo lo que pueda...
—Sí o no.
Iris traga saliva.
—No —contesta por fin—. No puedo. Es que no... no he tenido ocasión de...
Pero Esme retira las manos y vuelve la cabeza. Y en su cambio de actitud hay algo. Iris contiene el aliento porque ha visto que una nube atravesaba su rostro, como una sombra en el agua. Se queda mirándola mucho después de que la impresión desaparezca, mucho después de que Esme se haya levantado, atravesado la sala y desaparecido por una puerta. Iris no puede creerlo. En la cara de Esme, por un instante, ha visto la de su padre.