sábado, 5 de diciembre de 2020

Casa de citas / Karl Ove Knausgärd / El boxeador

 



Karl Ove Knausgärd

EL BOXEADOR

Una vez, en Estocolmo, asistí a una fiesta en la que había un boxeador. Estaba sentado en la cocina, su presencia física era manifiesta, proporcionándome una clara pero desagradable sensación de inferioridad, de que yo estaba por debajo de él. Curiosamente, el desarrollo de la velada me daría la razón. La fiesta se celebraba en casa de Cora, una amiga de Linda. El piso era pequeño y había gente charlando de pie por todas partes. Sonaba música. Fuera, las calles estaban nevadas. Linda se encontraba en avanzado estado de gestación, tal vez sería la última fiesta a la que asistiéramos antes de la llegada de la niña, que lo cambiaría todo, de manera que aunque estaba cansada, quiso quedarse un rato más. Yo bebía vino y charlaba con Thomas, un fotógrafo amigo de Geir; Cora lo conocía por su pareja, Marie, que era poeta y había sido su monitora en la escuela popular de Biskops-Arnö. Linda se había sentado en una silla algo retirada de la mesa debido a su abultada tripa, se reía y estaba alegre, y ese carácter introvertido y algo incandescente que la había caracterizado los últimos meses, sólo lo intuía yo. Al cabo de un rato se levantó y salió de la habitación, yo le sonreí y centré de nuevo la atención en Thomas, que dijo algo sobre los genes de los pelirrojos, tan notablemente presentes allí esa noche.

    Alguien estaba dando golpes en algún sitio.
    —¡Cora! —oí—. ¡Cora!
    ¿Era Linda?
    Me levanté y salí al pasillo.
    Los golpes venían del otro lado de la puerta del baño.
    —¿Eres tú, Linda? —pregunté.
    —Sí —contestó—. Creo que se ha atrancado la puerta. ¿Puedes ir a buscar a Cora? Tiene que haber algún truco para abrirla.
    Entré en el salón y toqué en el hombro a Cora, que tenía un plato con comida en una mano y una copa de vino tinto en la otra.
    —Linda se ha quedado encerrada en el baño —le dije.
    —¡Ay, ay, ay! —dijo, dejó el plato y la copa y salió disparada.
    Hablaron un rato a través de la puerta cerrada, Linda intentaba seguir las instrucciones que recibía, pero no servía de nada, la puerta seguía cerrada a cal y canto. Todos los presentes estaban ya al tanto de la situación, se respiraba un ambiente alegre y alterado a la vez, un grupo se reunió en el pasillo para dar consejos a Linda, mientras Cora, aturdida y angustiada, repetía sin cesar que Linda se encontraba en avanzado estado de gestación, y que teníamos que hacer algo. Al final se decidió llamar a un cerrajero. Mientras lo esperábamos, me senté delante de la puerta a hablar con Linda al otro lado, incómodamente consciente de que todo el mundo oía lo que decía, y de mi falta de capacidad de acción. ¿Por qué no daba de una vez una patada a la puerta y la sacaba de allí? Así de sencillo y contundente.
    Nunca en mi vida había abierto una puerta de una patada, no sabía si aquélla era muy sólida, ¿y si las patadas no servían de nada? En ese caso haría el ridículo.
    El cerrajero llegó media hora después. Dejó en el suelo una bolsa de tela con herramientas y se puso a manipular la cerradura. El hombre era bajo, llevaba gafas y tenía una incipiente calva. No decía ni palabra al grupo de gente que lo rodeaba, mientras probaba una herramienta tras otra sin ningún resultado, la jodida puerta seguía tan cerrada como antes. Al final se dio por vencido y le dijo a Cora que era imposible, que no conseguiría abrir esa puerta.
    —¿Qué podemos hacer? —preguntó Cora—. ¡Ella está en avanzado estado de gestión!
    El hombre se encogió de hombros.
    —Tendréis que abrirla de una patada —dijo, empezando a recoger las herramientas.
    ¿Quién iba a dar la patada?
    Tendría que ser yo, yo era el marido de Linda, era responsabilidad mía.
    El corazón me latía con fuerza.
    ¿Debería hacerlo? ¿Dar un paso hacia atrás, ante la mirada de toda esa gente, y dar una patada lo más fuerte que pudiera?
    ¿Y si la puerta no se movía? ¿Y si se abría y golpeaba a Linda?
    Ella tendría que protegerse en un rincón.
    Inspiré y expiré un par de veces, pero no sirvió de nada, seguía temblando por dentro. No había nada que me gustara menos que atraer la atención de esa manera. Y resultaba aún peor ante ese gran riesgo de fallar.
    Cora miró a su alrededor.
    —Tenemos que dar una patada a la puerta —dijo—. ¿Quién puede hacerlo?
    El cerrajero se marchó. Si iba a hacerlo yo, tendría que ser ya.
    Pero no podía.
    —Micke —dijo Cora—. Él es boxeador.
    Estaba a punto de ir a buscarlo.
    —Se lo puedo preguntar —dije. Así al menos no ocultaba lo humillante de la situación, así le diría directamente que yo, el marido de Linda, no me atrevía a dar una patada a la puerta, pero te pido a ti, que eres boxeador y un gigante, que lo hagas por mí.
    Micke estaba en el salón, junto a la ventana, con una cerveza en la mano, charlando con dos chicas.
    —Hola, Micke —le dije.
    Me miró.
    —Linda sigue encerrada en el baño. El cerrajero no ha conseguido abrir la puerta. ¿Crees que podrás abrirla de una patada?
    —Claro que sí —contestó, mirándome un instante antes de dejar la botella y salir al pasillo. Lo seguí. La gente le abrió paso.
    —¿Estás ahí? —le preguntó a Linda.
    —Sí —contestó ella.
    —Aléjate todo lo que puedas de la puerta. Voy a abrirla de una patada.
    —Vale —dijo Linda.
    Micke esperó unos instantes. Acto seguido, levantó el pie y dio una patada tan fuerte que rompió la cerradura entera. Las astillas volaron por los aires.
    Cuando Linda apareció, algunos aplaudieron.
    —Pobrecita —dijo Cora—. De verdad que lo lamento muchísimo. Exponerte a esto y justamente a ti…
    Micke dio media vuelta y se fue.
    —¿Cómo te encuentras? —pregunté.
    —Bien —contestó Linda—. Pero creo que tal vez deberíamos irnos a casa.
    —Por supuesto —asentí.
    En el salón se apagó la música, dos mujeres de unos treinta años se disponían a leer sus atrevidos poemas, alcancé a Linda su chaquetón, me puse el mío y me despedí de Cora y de Thomas con la vergüenza quemándome por dentro, pero me quedaba una cosa por hacer: tenía que dar las gracias a Micke por lo que había hecho. Me abrí paso entre los oyentes de poesía y me detuve junto a la ventana, frente a él.
    —Gracias —dije—. La has salvado.
    —Bah —dijo, encogiendo sus enormes hombros—. No ha sido nada.
    En el taxi, camino de casa, apenas podía mirar a Linda. No había reaccionado cuando debería haberlo hecho, sino que como un cobarde había dejado que lo hiciera otro. Todo eso estaba en mi mirada. Yo era un desgraciado.
    Cuando nos hubimos acostado, ella me preguntó qué me pasaba. Le dije que estaba avergonzado por no haber abierto la puerta de una patada. Linda me miró extrañada. Ni se le había ocurrido. ¿Por qué iba a hacerlo yo? No era propio de mí hacer ese tipo de cosas.


Karl Ove Knausgärd
Un hombre enamorado
Anagrama, Barcelona, 2014, pp. 40-44


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