martes, 22 de diciembre de 2020

Maggie O'Farrell / La extraña desaparición de Esme Lennox VII

 



Maggie O'Farrell

La extraña desaparición de Esme Lennox 

VII

Esme está sentada en el pupitre, inclinada hacia un lado, con la cabeza apoyada en el antebrazo. Al otro lado del pupitre Kitty hace ejercicios de verbos en francés. Esme no mira los problemas de aritmética que le han puesto, sino el polvo que se arremolina en los rayos de luz, la línea blanca de la raya del pelo de su hermana, los nudos y marcas de la mesa de madera, que fluyen como el agua, las ramas de la adelfa del jardín, las leves medialunas que aparecen bajo sus cutículas.
    La pluma de Kitty araña el papel y ella suspira, concentrada. Esme golpea con el talón la pata de la silla. Su hermana no alza la vista. Repite el gesto con más fuerza y Kitty levanta el mentón. Se miran a los ojos. Los labios de ésta se abren en una sonrisa y su lengua asoma, lo justo para que la vea la otra, pero no la institutriz, la señorita Evans. Esme sonríe. Se pone bizca y se chupa los carrillos, y Kitty tiene que morderse el labio y apartar la vista.
    La señorita Evans, de espaldas a la sala, mirando hacia el jardín, dice:
    —Espero que el ejercicio de aritmética esté casi terminado.
    Esme mira la sarta de números, signos de suma, signos de resta. Al lado de las dos líneas que significan «igual» no hay nada, un negro vacío. De pronto la asalta un destello de inspiración. Mueve la pizarra a un lado y se levanta de la silla.
    —¿Puedo salir un momento? —pide.
    —¿Puedo salir...?
    —¿Puedo salir, por favor, señorita Evans?
    —¿Para qué?
    —Eh... —Esme se esfuerza por recordar lo que tiene que decir—. Para... eh...
    —Ir al servicio —apunta Kitty, sin alzar la vista de los verbos.
    —¿Estaba hablando contigo, Kathleen?
    —No, señorita Evans.
    —Entonces ten la amabilidad de refrenar la lengua.
    Esme respira por la nariz, y al exhalar muy despacio por la boca dice:
    —Para ir al servicio, señorita Evans.
    Ésta, todavía de espaldas a ellas, inclina la cabeza.
    —Muy bien. Te quiero de vuelta en cinco minutos.
    Esme cruza el patio saltando, frotando con la mano las flores que crecen en macetas a lo largo del muro. Los pétalos caen en cascada a su paso. El calor del día está llegando a su apogeo. Pronto será la hora de la siesta, la señorita Evans desaparecerá hasta el día siguiente y Kitty y ella podrán tumbarse bajo la bruma de sus mosquiteras, observando los lentos círculos del ventilador del techo.
    En el salón se detiene. ¿Ahora dónde? De la fría y húmeda cocina proviene el olor caliente y mantecoso del
chai.
En la galería se oye el murmullo de la voz de su madre...
    —... y él insiste en tomar la carretera del lago aunque yo le haya dejado muy claro que teníamos que ir directamente al club, pero como ya sabes...
    Esme da la vuelta y se encamina por el otro lado del patio hacia la habitación infantil. Empuja la puerta, que está seca y caliente del sol. Dentro encuentra a Jamila, que remueve algo sobre un fogón bajo, y a Hugo, de pie, agarrado a la pata de una silla, con un bloque de madera en la boca. Al ver a Esme lanza un chillido, se tira al suelo y empieza a gatear hacia ella con bruscos movimientos de juguete de cuerda.
    —Hola, pequeñajo, hola, Hugo —lo arrulla Esme, que adora al bebé. Le encantan sus miembros apretados, nacarados, los hoyuelos de los nudillos, su olor a leche. Se arrodilla ante él y Hugo le coge los dedos y luego tiende la mano hacia una de sus trenzas—. ¿Puedo cogerlo en brazos, Jamila? —suplica—. Por favor.
    —Mejor que no. Pesa mucho. Demasiado para ti, me parece.
    Esme junta la cara a la de Hugo, nariz con nariz, y él se echa a reír encantado, agarrándole el pelo. Jamila cruza la sala entre el frufrú de su sari y Esme nota una mano en el hombro, fresca y suave.
    —¿Qué haces aquí? —murmulla acariciándole la frente—. ¿No es la hora de la clase?

    Esme se encoge de hombros.
    —Quería ver cómo estaba mi hermano.
    —Tu hermano está perfectamente. —Jamila se lo pone en la cadera—. Pero te echa de menos. ¿Sabes lo que ha hecho hoy?
    —No, ¿qué?
    —Yo estaba en el otro lado de la habitación y él...
    Jamila se interrumpe. Sus grandes ojos negros se clavan en los de la niña. A lo lejos se oye la voz tensa de la señorita Evans y la de Kitty, que habla por encima de ella, ansiosa y protectora. Luego las palabras cobran nitidez. La señorita Evans le está diciendo a la madre de Esme que ésta ha vuelto a escaparse, que es una criatura imposible, desobediente, mentirosa, que no aprende...
    Y Esme descubre que en realidad está sentada a la larga mesa de un comedor, con un tenedor en una mano y un cuchillo en la otra. Delante tiene un estofado. En la superficie flotan charcos de grasa, y si intenta romperlos, sencillamente se dividen y se multiplican en pequeños clones de sí mismos. Bajo la salsa se adivinan los bultos de las zanahorias y la carne.
    No piensa comérselo, ni hablar. Se comerá el pan, pero sin margarina, que quitará. También se beberá el agua, aunque tenga el sabor del vaso metálico. No se comerá la gelatina de naranja. Viene en un plato de papel y está cubierta por una película de polvo.
    —¿Quién viene a buscarte?
    Esme se vuelve. La mujer que está a su lado se inclina hacia ella. El ancho pañuelo atado en torno a su frente se ha deslizado, dándole un vago aspecto pirata. Se le caen los párpados y tiene los dientes podridos.
    —¿Qué has dicho? —pregunta Esme.
    —A mí viene a recogerme mi hija —explica la mujer pirata, agarrándole el brazo—. Viene en su coche. ¿Quién viene a buscarte a ti?
    Esme mira su bandeja de comida. El estofado. Los círculos de grasa. El pan. Tiene que pensar. Deprisa. Ha de decir algo.
    —Mis padres —aventura.
    Una de las mujeres de la cocina, que está sirviendo té de un termo, se echa a reír y Esme piensa en los cuervos graznando en los árboles.
    —No seas tonta. —La mujer acerca la cara—. Tus padres están muertos.
    Esme piensa un momento.
    —Ya lo sabía.
    —Sí, ya —masculla la mujer, dejando el té bruscamente en la mesa.
    —Pues sí —replica indignada, pero la mujer se aleja por el pasillo.
    Esme cierra los ojos, se concentra, intenta hallar el camino de vuelta. Intenta desvanecerse, hacer que desaparezca el comedor. Se imagina tumbada en la cama de su hermana. Lo ve. El borde de caoba, la colcha de encaje, la mosquitera. Pero algo falla.
    Estaba cabeza abajo. Eso era. Gira la imagen en su mente. Estaba tumbada de espaldas, no boca abajo, con la cabeza caída por el borde, mirando la habitación al revés. Kitty entraba y salía de su campo de visión, del armario al baúl, cogiendo y dejando prendas de ropa. Esme se apretaba una fosa nasal con el dedo, inspiraba, luego se tapaba la otra para espirar. El jardinero le había contado que era el camino a la serenidad.
    —¿Crees que te lo pasarás bien? —preguntó Esme. Kitty alzó una camisola frente a la ventana.
    —No lo sé. Probablemente. Ojalá vinieras tú.
    Esme se apartó el dedo de la nariz y se puso boca abajo.
    —A mí también me gustaría ir. —Dio con la punta del pie contra el cabecero de la cama—. No sé por qué tengo que quedarme aquí.
    Sus padres y su hermana se iban «al campo», a una fiesta. Hugo se quedaba porque era demasiado pequeño y Esme se quedaba castigada por haber andado descalza por el camino particular. Había sucedido dos días antes, en una tarde de tal bochorno que los pies no le entraban en los zapatos. Ni siquiera se le había ocurrido que no estaba permitido, hasta que su madre dio unos golpes en la ventana del salón y la llamó a la casa. Mientras acudía, notaba en los pies las piedras afiladas del camino, placenteramente incómodas.
    Kitty se volvió para mirarla un momento.
    —A lo mejor al final te dejan ir.
    Esme lanzó una última y fuerte patada al cabecera.
    —No creo. —De pronto se le ocurrió algo—. Podrías quedarte. Podrías decir que no te encuentras bien, que...
    Kitty empezó a quitar la cinta de la camisola.
    —Debo ir.
    Su tono tenso, de afectada resignación, picó la curiosidad de Esme.
    —¿Por qué? ¿Por qué debes ir?
    Kitty se encogió de hombros.
    —Necesito conocer gente.
    —¿Gente?
    —Chicos.
    Esme se esforzó por incorporarse.
    —¿Chicos?
    Kitty se enroscaba una y otra vez la cinta en torno a los dedos.
    —Eso he dicho.
    —¿Y para qué quieres conocer chicos?
    Kitty sonrió a la cinta.
    —Tú y yo tendremos que encontrar marido.
    Esme se quedó estupefacta.
    —¿Sí?
    —Pues claro. No podemos quedarnos aquí toda la vida.
    Esme la miró. A veces era como si fueran iguales, de la misma edad, pero en otras ocasiones los seis años que se llevaban se extendían en un abismo imposible.
    —Yo no pienso casarme —anunció, arrojándose de nuevo en la cama.
    Kitty se echó a reír.

    —Ah, ¿no?




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